En los últimos años, asistimos atónitos a una multiplicación de eventos que, uno tras otro, desbordan los cauces de lo habitual: incidentes inusuales, situaciones históricas, emergencias que nos pillan desprevenidos y decisiones que agravan, en lugar de resolver, los problemas. Y mientras la sociedad demanda explicaciones, lo único que recibe son guerras de datos, guerras de cifras, guerras de culpabilidades cruzadas… Todo para que, al final, nadie asuma la responsabilidad. Todos indemnes. Todos absueltos por el simple paso del tiempo.
Pero quien conozca mínimamente el funcionamiento de la administración pública sabe que esto no es fruto del azar. Desde hace tiempo, los grupos de poder han ido colonizando poco a poco las instituciones del Estado, desde el ámbito local hasta el nacional. Han desplazado a los técnicos, arrinconado sus voces expertas, y han vaciado de contenido los órganos que antes garantizaban un cierto equilibrio institucional. Hoy, en una emergencia, no responde el que sabe, sino el que manda. Y el que manda, cada vez con más frecuencia, no sabe.
El resultado es una administración ineficaz. Una administración incapaz de planificar a largo plazo y de reaccionar ante lo extraordinario porque ni siquiera funciona en lo ordinario. Se ha sustituido el criterio técnico por el interés electoral, la preparación por el oportunismo, la planificación por la propaganda. Y cuando llega el desastre, nos encontramos ante un Estado desarmado, sin reflejos, sin músculo y sin rumbo. Porque no nos engañemos: la voz del experto ya no pesa nada frente al discurso del político. Lo vemos cada día en cualquier administración el Estado.
Esta deriva no es sólo un problema de gestión. Es un problema estructural que nos aboca a la inestabilidad. No es una opinión: es un hecho. Basta con mirar alrededor. Cada vez que enfrentamos una crisis, el país tambalea. Cada vez que ocurre una emergencia, la respuesta institucional llega con un coste cada vez más alto para la ciudadanía. ¿Y por qué? Porque quienes toman las decisiones no están formados para hacerlo. Porque, como ya se advirtió hace décadas, los mejores han huido de la política y los menos formados han ocupado su lugar.
La (mala) política lo controla todo. Ocupa cargos, reparte puestos, impone decisiones. Y mientras tanto, las instituciones educativas pierden peso, la sanidad se precariza, los presupuestos se reparten como botín partidista, y los servicios públicos apenas sobreviven. Si cuesta gestionar el día a día, ¿cómo vamos a estar preparados para lo imprevisible?.
Como con la vivienda, la justicia o la salud, el ejército o la educación, la seguridad, se dirá ahora lo mal que están las instalaciones eléctricas y todo el dinero que se ha dejado de invertir en las últimas décadas y lo necesario que es volver a reinventir en el sector eléctrico. Incluso se podrá decir que la desregulación y la intrevención de agentes empresariales con intereses contrapuestos y en guerra abierta han podido influir, pero toda inversión previsya nunca será m´s necesaria que invertir en inteligenica, es decir en talento. Ese talento joven que huye del país y se va al extranjero y que cada vez menos se siente representado en las instituciones.
Un país sin instituciones fuertes, sin técnicos con voz, sin cuadros preparados, y en manos de instituciones que cambian el marco normativo según sus propios intereses personales o de partifdo y que por lo tanto generan inestabilidad, es un país vulnerable a todo tipo de ataques internos y externos. Un país que deja de ser gobernado por la razón para estar a merced del capricho, de la consigna y de la ambición. Un país así es presa fácil de cualquier actor externo o interno que quiera aprovechar el caos para imponer su agenda.
Las instituciones que deberían protegernos están siendo vaciadas desde dentro. Y la ciudadanía debe tomar conciencia. Porque si no lo hace, si no exige rigor, profesionalidad, transparencia y responsabilidad, lo que hemos vivido ayer —y lo que viviremos mañana— será sólo el preludio de algo mucho peor.
La democracia no se protege sola. Y un Estado no se sostiene si sus cimientos se construyen sobre el humo de las palabras.