CRITICA/cine : Hay directores que construyen universos tan propios que ver sus películas se asemeja a la sensación de encontrarse con un viejo amigo. Woody Allen es, sin duda, uno de ellos. Cuando han pasado varias décadas desde mi primer encuentro con su cine, descubrir «Un Día de Lluvia en Nueva York» (2019) produce la desconcertante sensación de haber hallado una pequeña joya, una conversación pendiente con ese amigo que siempre tiene una historia que contar mientras el tiempo pasa inadvertido.
La lluvia como personaje
La ciudad y la lluvia son simplemente un telón de fondo. Un ente vivo que respira, que envuelve a sus habitantes. La fotografía de Storaro baña la ciudad en un resplandor dorado que transforma lo cotidiano y mezcla el brillo deslumbrante del olor del dinero y la melancolía gris de la soledad compartida.
Dardos certeros
Si hay algo que eleva esta película, son sus diálogos que tras décadas de experiencia aquí alcanza un virtuosismo excepcional. Los intercambios verbales entre los personajes son fuegos artificiales de ingenio que iluminan momentos de verdad profunda antes de desvanecerse hacia el negro.
Los jóvenes errantes
La película sigue a una pareja de jóvenes universitarios durante un día en la ciudad. Lo que debía ser un encuentro romántico se convierte en dos odiseas paralelas cuando la ciudad los separa y los enfrenta a situaciones que cuestionarán sus certezas. La chica tonta, es la aspirante a periodista, es decir quien esta dispuesto a venderse para conseguir éxito, y se ve envuelta en una serie de encuentros con figuras del mundo del cine que la seducen con promesas de glamour y desconcierto. El chico, un romántico inadaptado, huye de la fiesta de su adinerada madre mientras se debate entre sus contradicciones existenciales.
Los personajes deambulan por la ciudad como figuras «en busca de un autor», o más precisamente, en busca de un guion que dé sentido a sus vidas que evidencia la fragilidad de las construcciones románticas frente a la contundente realidad.
La confesión que lo cambia todo
El clímax llega cuando la madre del protagonista le confiesa haber sido prostituta, lo que destroza la imagen idealizada que su hijo tenía de ella, sino que desmorona toda una estructura sobre la que sostiene el buen gusto, la cultura y la civilización. Algo equivalente a la caida de Roma: el fin de la cultura y la llegda del «vandalismo trumptero».
Esta confesión representa mucho más que un giro argumental: es la quintaesencia del cine de Allen, ese punto exacto donde el canalleo y la filosofía existencial se encuentran. No hay revelación más profunda que aquella que desmonta nuestros propios mitos fundacionales, que nos muestra esa «mezcolanza ramera» que subyace a toda identidad pretendidamente pura que es el origen de la cultura.
Y es precisamente ese elemento de canalleo, esa impureza necesaria, lo que conecta la Nueva York de Allen con la Roma imperial: ambas, como «capo di mundo» de sus respectivas épocas, deben su vitalidad cultural a ese mestizaje, a esa capacidad para absorber y transformar lo diverso, lo impuro, incluso lo considerado moralmente cuestionable. Las grandes metrópolis culturales siempre han sido calderos donde hierven juntos lo elevado y lo sórdido, lo sublime y lo obsceno. Nueva York, como la Roma antigua, no sería el epicentro cultural que es sin ese sustrato de canalleo vital que alimenta su creatividad y su constante reinvención.
El espejo americano
Allen no puede evitar ser, incluso en sus obras más livianas, un crítico mordaz de la sociedad americana. Bajo la superficie de lujo, mansiones elegantes y conversaciones brillantes, subyace una ácida reflexión sobre una cultura dispuesta a mercantilizar hasta lo más sagrado: el amor, la familia, los principios que conduce al vació del absurdo. Esta Nueva York reluciente funciona como metonimia del imperio cultural americano, la «nueva Roma» que ha colonizado no solo territorios sino imaginarios colectivos.
La verdadera hazaña de Allen es convertir esta crítica en un ejercicio de melancolía romántica. Como espectadores, nos sentimos atraídos por ese mundo que simultáneamente admiramos y rechazamos. Es la misma contradicción que experimentamos al reflexionar sobre nuestra propia relación con la cultura: añoramos una profundidad que intuimos perdida mientras consumimos sus sucedáneos.
En España, esta contradicción resulta particularmente dolorosa. Hemos transitado de una ilusión colectiva por la cultura como vehículo de transformación social a su progresiva banalización. La cultura andaluza ha ido «diluyéndose como la lluvia cae en Nueva York», convirtiéndonos en «vándalos antes de ser conquistados por un imperio». Nos queda la nostalgia de un proyecto truncado, de un sueño de elevación colectiva que se disolvió entre las urgencias del presente y las seducciones del entretenimiento inmediato.
El consuelo
Ver una película de Woody Allen es como un bálsamo paradójico. Por un lado, es un producto de la misma industria cultural hollywoodiense que ha contribuido a la simplificación del pensamiento mundial y a la desaparición de las culturas locales; por otro, representa un refugio para quienes siguen creyendo en el poder transformador del cine y la belleza.
Como todas las pequeñas joyas cinematográficas, su verdadero valor no está en las respuestas que ofrece, sino en las preguntas que nos deja cuando las luces se encienden y volvemos a nuestra realidad.