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Opinión: Los malos ejemplos de Tokyo

Fernando Brazo Díaz es graduado social, especializado en derecho
sindical. Ha trabajado como asesor laboral y sindical para la Federación de Industrias Afines de la Unión General de Trabajadores de Andalucía, así como en áreas de administración de diferentes empresas del sector público y privado.

No es fácil exponer una opinión sincera sobre lo que está sucediendo en Tokio sin caer en aparente demagogia, pero lo intentaré. Desde el inicio de los Juegos Olímpicos de Tokio noto un ambiente irrespirable. Con nuestra primera medalla, una plata en taekwondo, quedé sorprendido por el testimonio de la joven Adriana Cerezo: “Lo siento muchísimo”.

Horas más tarde, Simone Biles abandonaba Tokio sucumbiendo a la presión. Y esta misma mañana, desayunando, he leído que nuestro judoca Niko Sherazadishvili se sentía literalmente destrozado por no haber alcanzado su objetivo. Quiero creer que estas reacciones a la derrota se deben a la juventud de los deportistas, y a una pésima gestión de los técnicos que supervisan su trabajo en las respectivas federaciones.

Hace poco, hablando con mi sobrina, comenté que en las entrevistas de trabajo deberíamos tener en cuenta la trayectoria vital del aspirante. Pero no a título testimonial, sino otorgándole una consideración realmente notable de cara al puesto. No digo decisiva, pero a poco que el aspirante cumpliese con los requisitos académicos exigibles, la ponderación de su trayectoria vital debería suponer, al menos, la cuarta parte del todo.

No valorar la trayectoria vital de quienes han sufrido los más duros reveses que nos puede deparar la vida nos hace inhumanos.

Deportistas sevillanos en los juegos olímpicos.

No se trata de discriminar al que lo haya tenido fácil; eso sería profundamente injusto. Pero no valorar la trayectoria vital de quienes han sufrido los más duros reveses que nos puede deparar la vida nos hace inhumanos, y sobresalientemente estúpidos. Mi super sobri (SS), como yo la llamo, perdió a su único hermano hace cinco años; un ser de luz que quiso alcanzar el azul con la elegancia que dimana de los héroes sin toga, pero de forma prematura.

Tanto, que resultó francamente grotesco. Desde entonces, mi SS se levanta cada mañana, asume un tributo del que nadie le advirtió y se marcha a la facultad con la esperanza de que el puñal que tanto le oprime el pecho le permita dar solo la enésima parte del talento que atesora. Allí se reúne con sus compañeros; treintañeros desatados por las restricciones que devienen de una pandemia que han podido afrontar con un Iphon, con Netflix y con todas las comodidades imaginables.

“Esta chica es un ejemplo de superación. Aprobó las 72 asignaturas del Doble Grado en Derecho y Administración y Dirección de Empresas con el alma hecha pedazos: Póngale usted la nota”.

Cuando mi SS termine su carrera, en su expediente no debería figurar ninguna nota. O mejor dicho, debería figurar una única nota con la leyenda: “Esta chica es un ejemplo de superación. Aprobó las 72 asignaturas del Doble Grado en Derecho y Administración y Dirección de Empresas con el alma hecha pedazos: Póngale usted la nota”.

Entiendo los motivos que han llevado a Simone Biles, que fue abusada por su entrenador, a retirarse de la competición. Pero no comparto el tono de las manifestaciones de Adriana Cerezo, y tampoco el empleado por Niko. Soy consciente del enorme esfuerzo que han realizado para llegar a las olimpiadas, incluso del abandono institucional que han sufrido muchos de nuestros deportistas, como la windsurfista sevillana Blanca Manchón a la que, personalmente, he visto machacarse en el Club Náutico de Puerto Sherry.

Los deportistas de élite son un espejo para millones de niños, y deben cuidar su mensaje.

También soy conocedor de la frustración que puede generar el hecho de que los resultados obtenidos tras ese colosal esfuerzo no se ajusten a las expectativas, pero esas manifestaciones públicas son inadmisibles. Lejos del pertinente reproche, se han aplaudido en casi todos los medios de comunicación.

Los deportistas de élite son un espejo para millones de niños, y deben cuidar su mensaje. La consecuencia de transmitir una falsa sensación de fracaso en aquello que supone un éxito objetivo es que cualquiera que lo escuche deje de intentarlo. Y es ahí, cuando realmente perdemos.

No hablo ya de una competición deportiva, sino de los desafíos que nos plantea la vida, y que a veces aparecen revestidos con inusitada violencia. Pedir disculpas porque el resultado obtenido no era el esperado no es solo un signo de inmadurez, sino un insulto para miles de jóvenes que se ven en la obligación de hacer de cada despertar un reto para su propia supervivencia. Un pésimo ejemplo para una sociedad que está exhibiendo unas cotas de fragilidad realmente alarmantes.