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Miriam Méndez: El piano hecho duende

La noche en Sevilla tiene un ritmo propio, un latido que se confunde con el repiqueteo de los tacones y el susurro de un quejío lejano. En un club clandestino, de esos donde la música se convierte en rito, una silueta se acerca al piano. Con un gesto elegante, Miriam Méndez desliza las manos sobre las teclas como si les estuviera contando un secreto. En un instante, el aire se espesa y el flamenco se vuelve sonido, tiempo y alma.

Niña prodigio: la música antes de la palabra

Dicen que tocaba antes de hablar. Su madre, pianista y profesora de música en Sevilla, le enseñó a vivir entre teclas y partituras, pero Miriam no necesitó traducciones. Con apenas un año, ya jugaba con el piano como otros niños con sus muñecos. Pero lo suyo no era solo un juego, era destino.

Desde pequeña, la exhibieron como a una joya. Con dos o tres años, ya componía sus propias melodías, y a los cinco, interpretaba piezas con una precisión que asombraba a cualquiera. Sin embargo, la genialidad tiene su precio. «Sentía que me exhibían, que si tocaba me amaban y si no, desaparecía», recuerda. Así que, con ocho años, lo dejó. Durante un tiempo, se refugió en la música negra, en el jazz, en los ritmos de Donny Hathaway o Stevie Wonder. Pero la llamada del piano era más fuerte. Y cuando la dejaron en paz, volvió por voluntad propia.

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La rebeldía de un talento incontenible

A los once años, dejó boquiabiertos a los profesores del conservatorio cuando tocó un estudio de Chopin de oído. «Hicieron así, pum, se echaron para atrás», cuenta riendo. No tardaron en meterla en el circuito académico, donde avanzó a pasos agigantados. Pero a Miriam nunca le gustó que le dijeran qué hacer. Se saltó los programas, se adelantó a las normas, y a los 17 años ya estaba terminando la carrera de piano con un virtuosismo que desafiaba cualquier encasillamiento.

Un día, en una prestigiosa masterclass en Barcelona, se encontró con el lado más oscuro de la enseñanza musical. Un maestro ruso, heredero del brutal método soviético, gritaba, golpeaba las mesas y humillaba a los alumnos. Cuando le tocó el turno, Miriam aguantó unos minutos. Después, se giró al traductor y le dijo: «Dile que si me vuelve a gritar, le pego un berrido gitano que le retumban los oídos para toda la vida». La clase entera se quedó muda. El maestro también. Al final de la sesión, el ruso la llamó aparte y le ofreció una beca en Moscú. Miriam lo miró y dijo: «Next».

Del virtuosismo a la esencia: el flamenco y la búsqueda del alma

Su amor por la música la llevó a Bélgica, donde se sumergió en la obra de Bach. «Quería ir a la fuente, a la esencia, a la armonía universal», dice. Pero algo la llamaba de vuelta. Había crecido entre la Semana Santa de Sevilla, la imaginería, los olores a incienso y el lamento de la saeta. Y en algún momento entendió que su camino estaba ahí, en la sangre.

Miriam Méndez no toca flamenco, lo transforma. No lo imita, lo reinventa. Su piano no solo hace compás, sino que lo respira, lo lleva en el ADN. En su música, el virtuosismo clásico se encuentra con la intuición flamenca, el rigor académico con la improvisación gitana. «El flamenco es la música que más entiende el compás y el silencio. Y en el silencio está la verdad».

Un arte sin concesiones

Miriam es una artista inclasificable, y eso asusta. «Los músicos somos libres, o deberíamos serlo», dice con firmeza. La industria musical, las discográficas, las plataformas de streaming, todo le parece una maquinaria diseñada para producir artistas prefabricados. Ella ha peleado cada contrato, ha roto con quienes querían encasillarla y ha aprendido a manejar su carrera con la misma rebeldía con la que desafió al maestro ruso.

Cuando se le pregunta por la vida, responde con la intensidad de quien la ha vivido al límite. «Mañana no existe. La vida es ahora», dice, recordando las palabras de Manuel Molina. Y bajo las luces tenues de este club imaginario, con el humo en espirales y el rumor de una ciudad que nunca duerme, vuelve a posar los dedos sobre el piano. Suena el duende. Suena Miriam.