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Opinión: Las ventas del pueblo

Echo de menos esas ventas de caminos perdidos, entre el suspiro del atardecer, y el olor a olivares que prometen historias milenarias. Cuando se levantaba el primer aire fresco de la tarde y se intuía casi el olor del mar a lo lejos, los hombres terminaban su labor en el verdeo o la vendimia y se reunían en la venta al borde del camino. Una venta de campo, sin ruido de coches, sin carreteras cerca, sin pretensiones vanas, sin querer ser moderna ni pretender otra cosa, que ser una venta de pueblo, en medio de los olivos.  Donde el alma del pueblo se saborea sin prisa.

Hace no mucho, en la carretera Marchena a La Puebla, ya en tierra morisca, existió un restaurante inspirado en la arquitectura tradicional, con adornos de aperos antiguos, comida de calidad, y mejor tertulia. No era una venta de las de antes, pero se le parecía bastante. La madera, las paredes encaladas, los capachos de molino, le daban el toque aunténtico. Tuvo una década de vida, y después desapareció. 

Por alguna razón, muchos restaurantes de pueblo siempre quieren ser lo que no son. Y asi enmascaran la verdadera arquitectura local con algunas yeserias de la Alhambra, con algunos arcos de ladrillo, o simplemente con entornos funcionales y asépticos.  Esta arquitectura no tiene nada que ver con lo que de verdad somos. Por supuesto no se conocen en estos tiempos de boom gastonómico trabajos recientes de investigación y recuperación de platos tradicionales, de siglos pasados, para presentar platos propios, en vez de adaptar tradiciones ajenas, que pueden comerse en cualquier lugar del mundo. 

Quiza habría que convertir los restaurantes de pueblo en restaurantes del pueblo. Que reflejen el alma del sitio donde están.

No existe que sepamos, en nuestro entorno, el lugar de comidas que combine la arquitectura del pueblo con la cocina de la tierra y la naturaleza. Muy al contrario que en Levante, donde es frecuente ver restaurantes bastante reputados en medio de un huerto, del que se surte,  bajo una parra, en una mesa de madera, al lado de una fuente, bajo un pino, junto a un rio, con sencilla arquitectura blanca encalada que sirve de eficio central, pero que dispone mesas a modo de recintos cerrados y reservados en un espacio al aire libre en plena naturaleza. Donde poder comer a gusto al aire libre, sin demasiado estruendo, ni gente gritando, ni ruido de coches. 

En Levante estan orgullosos de su pasado payés, hortelano y humilde y lo reivindican. Aqui lo escondemos. Todavia nos pesa la hambre pasada. Y no hay mejor forma de pasar pagina que honrar nuestro pasado reciente, ni nada mas tradicional que las ventas del pueblo, de las que tanto proliferaron en los caminos. Donde iba la gente de campo a rematar la faena. 

La cultura del hombre de campo debía ser nuestra bandera, porque es lo que somos, de donde venimos y lo que el extranjero busca en nosotros. Nuestro monumento, nuestra tarjeta de presentación.  Y hemos eliminado todo rastro del pasado mas reciente, los molinos antiguos, los huertos, las ventas, las chozas, las casas, las norias. El andaluz medio tiene una afán de construir edificios nuevos sin personalidad, al tiempo que destruye lo antiguo, su esencia. Como esos nuevos ricos que reniegan de donde vienen. Si nuestra gastronomia es sencilla y viene del campo, y nuestra cultura es popular y agricola, por más que luego se estilzara por el arte de Lorca y Alberti y Gala, ¿porqué no hay más arquitectura y gastronomia tradicional?. Nueva si, pero con tecnicas antiguas, tradicionales. 

Los hombres de campo, eran como niños grandes, con manos curtidas y miradas cansadas llenas de bondad. Podías ver su alma que te entregaban en la palma de la mano. Podías cogerla como si nada. Y sabias entonces que no habia que preocuparse de nada. Solo de contemplar el tiempo, pasando entre olivares. 

Echo de menos esas ventas perdidas en medio de la nada donde el tiempo se escapaba entre las agujas de los pinos. Donde poder ver el espectáculo de la luna saliendo, mientras bebías una copa de vino bajo una parra, entre el rumor del viento, el llanto de una fuente, el olor a pan y a aceituna aliñada. Las risas, las canciones antiguas y las guitarras cantaban mientras un vino añejo pasaba de mano en mano, desatando lenguas.

«¡Ay, Manolo!» – decia Antonio con una sonrisa traviesa – «¿Te acuerdas aquel toro que te persiguió por ir robar un racimo de uvas?. Las carcajadas inundaban la tarde y yo seguía soñando con ser el dueño de una venta de las de antes, en medio de un camino con vistas a un atardecer impasible.

A medida que la luna comenzaba a reinar en el firmamento, las historias del verdeo florecían una tras otra. Relatos de amores de verano, de bromas entre compañeros, de la vida y sus desafíos en el vasto campo andaluz.