El presente se conoce estudiando la historia, y el futuro se proyecta recordándola. Siempre he creído que una visita al campo de exterminio de Auschwitz – Birkenau debería ser obligatoria para cualquiera de nosotros.
En Auschwitz reposa nuestra memoria. Aquel complejo situado cerca de Cracovia fue escenario, aunque no único, de la destrucción y reconstrucción del mundo que hoy conocemos. Una creación marcada por las tensiones, pero también por cotas de prosperidad inimaginables hace tan solo unas décadas.
Tendríamos que remontarnos a la Roma del emperador Octavio, en el 27 a.C., para determinar con exactitud el germen de la civilización actual: el ius civile. Pero no es necesario viajar tantos siglos para saber, con certeza, que las democracias modernas, fundamentalmente las europeas, deben parte de su éxito a la intervención de EE.UU durante la Segunda Guerra Mundial.
Nos encanta culpar a los americanos de todos los males que asolan al mundo, pero desconocemos la verdadera profundidad del papel que han jugado en nuestras vidas. Pensar que Roosevelt, afectado por la polio, consagró sus últimos días a la filantropía es tan estúpido como negar que el férreo compromiso adquirido por el trigésimo segundo presidente norteamericano decantó la victoria del bando aliado tras la conferencia de Teherán.
Y así seguimos, ochenta años después. Mientras despellejamos a los yankees por su fracaso en Afganistán, damos un trago a nuestra copa de vino. Lo más vergonzoso es que lo hacemos creyendo que el futuro de los afganos depende exclusivamente del capricho de Joe Biden. Lo que ha hecho Joe Biden, siguiendo el protocolo diseñado por su predecesor, es sacarnos los colores.
EE.UU lleva dos décadas financiando las medallas que se ponen nuestros líderes y ha dicho basta. Ningún país, por hegemónico que sea su liderazgo, está predestinado al sacrificio permanente. La invasión norteamericana de Afganistán estuvo justificada en la legítima defensa de su democracia, y nos subimos al carro.
El 11 de septiembre de 2001, un grupo de terroristas financiados por la red yihadista Al Qaeda, liderada por Osama bin Laden, ejecutó el mayor atentado terrorista de la historia en suelo norteamericano. Osama Bin Laden, considerado autor intelectual de la masacre de tres mil civiles en el World Trade Center, planeo los atentados desde Afganistán con la connivencia de los talibanes, antiguos muyahidines opuestos al régimen republicano de Daud que fueron formados por la CIA para aliviar las tensiones que el auge del comunismo soviético generó en la zona hasta la llegada de la Perestroika en 1987.
La administración Bush tuvo razones para arrasar Afganistán, y no lo hizo. Estados Unidos nunca tuvo la obligación de procurarle la democracia a los afganos. Aun así, se ha dejado dos billones de dólares y dos mil cuatrocientas vidas en el intento.
La intervención norteamericana en Afganistán acabó con el hombre que planificó los atentados de Atocha (191 muertos) el 11 de marzo de 2004 y ha evitado decenas de miles de ejecuciones, ablaciones y violaciones en territorio afgano durante las dos últimas décadas. La prueba de que su labor ha sido objetivamente valiosa es que a la hora del repliegue, y tras veinte años barriendo las miserias de la comunidad internacional, andamos lloriqueando por una prórroga de su contingente en el aeropuerto de Kabul.
Estos yankees son lo peor, pero que no se vayan de allí, que estamos perdidos. No podemos ser más cínicos. Los que han vuelto a tomar el poder en Afganistán son fundamentalistas religiosos: los talibanes somos nosotros…