Muchos ciudadanos tenemos la inquietud que resuena en muchos ámbitos de la vida pública actual: el exceso de emotividad en la política.
La escena de un politico que llora en televisión durante un evento público parece haber tocado una fibra sensible. Mientras para algunos, puede ser un gesto genuino que humaniza a los políticos, mientras que para otros, puede parecer un espectáculo que busca manipular emocionalmente al público. Lejos de una anécdota sin importancia esto está mostrando un cambio social.
Algunos ciudadanos podrían sentir que la política se está alejando de la lógica y la razón para adentrarse en un terreno más propio de las telenovelas, donde las emociones y el drama predominan sobre el debate y la gestión pragmática de los asuntos municipales.
El «pantojismo» político sugiere que la política podría estar tomando un camino similar, al de la vida de la Pantoja, convertida en una montaña rusa emocional, donde la sensibilidad y el sentimentalismo barato se utilizan para ganar la simpatía o el apoyo de la gente, en lugar de centrarse en políticas racionales y efectivas.
Este fenómeno no es exclusivo de ninguna ciudad ni región, en muchas partes del mundo, los políticos recurren cada vez más a las emociones en un intento de conectar con los electores. Sin embargo, este acercamiento puede tener sus riesgos, ya que la confianza en las instituciones podría debilitarse si los ciudadanos perciben que las emociones están sustituyendo a la substancia en la toma de decisiones políticas.
La reflexión plantea un debate significativo sobre el papel de la emotividad en la política contemporánea. Por un lado se critica la tendencia de algunos políticos a inyectar un exceso de emocionalidad y sentimentalismo en la gestión pública, lo que puede percibirse como un intento de obtener ventajas políticas al apelar a los sentimientos más que a la razón.
Otro argumento sugiere que debería existir una mayor demanda por parte de la ciudadanía de líderes que privilegien la racionalidad y el bien común sobre la dramatización pública de sus emociones personales. Otros abogan por una separación más clara entre la vida privada de los políticos y su función pública, argumentando que la estabilidad institucional podría verse comprometida por liderazgos demasiado influenciados por la volatilidad emocional especialmente en situaciones delicadas.
La gestión pública efectiva se fundamenta en la racionalidad, la planificación y el pragmatismo, características esenciales para la toma de decisiones equilibradas y con visión de futuro. La emotividad, aunque humana, puede conducir a acciones precipitadas y poco meditadas, huyendo de los que actúan impulsivamente ante cambios climáticos transitorios.
Tales reacciones emocionales pueden resultar en políticas que carecen de la previsión y la consideración necesarias para abordar las complejidades de la administración pública. Se aboga por una política impregnada de sentido común y no de respuestas inmediatistas a situaciones coyunturales.
Se necesita un electorado más crítico y racional que exija y valore la contención y la gestión pragmática por encima del sentimentalismo en la esfera pública.