La vida son recuerdos. El pasado lunes, tras el preceptivo baño en la Playa del Búnker, regresaba entre camarinas de otra maravillosa jornada de footing (ahora lo llaman running) en Atlanterra.
Sería incapaz de definir el término felicidad, pero tengo claro que la mía pasa, inevitablemente, por Zahara de los Atunes. En ese privilegiado rinconcito de la costa gaditana he vivido momentos inolvidables. Busqué refugio en su luz cuando el mundo se hundió bajo mis pies tras la muerte de mi madre, y lo encontré.
Supongo que el tartar de atún del Antonio, la voz en vivo de Dani Martín y la infinita generosidad de la familia Sevilla-García tuvieron parte de culpa. Lo cierto es que por más vueltas que le dé, estoy seguro de que Zahara de los Atunes tiene propiedades curativas desconocidas, incluso, para la propia ciencia. De hecho, estoy por recomendar a los culés que pasen por allí; menudo disgusto. Que la vida es injusta ya lo sabemos, pero nunca hubiese imaginado tanta inquina.
Cuando Jordi Pujol, en su libro La inmigración, problema y esperanza de Cataluña (1958), describió al hombre andaluz como un hombre destruido, generalmente poco hecho y afirmó que vivía en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual, no imaginó la reacción del homo catalanum a la marcha de un futbolista.
Habrá sido el karma, que es muy cabroncete. Sea como fuere, lo más parecido que he visto en años a hombres destruidos, que viven en un estado de verdadera miseria cultural, mental y espiritual son los culés que han desfilado por el Nou Camp para despedir, entre lágrimas, a Lionel Messi. Tengo amigos barcelonistas y he dudado entre felicitarles por haber disfrutado tantos años de la magia del astro argentino o enviarles una corona, expresando mis condolencias, bajo la leyenda: Los Supporters no te olvidan, y los Biris ni te cuento.
Finalmente, me pareció ridículo y desistí. Al fin y al cabo, los hombres destruidos seguimos siendo nosotros aunque hayamos asistido a la tragicomedia culé desde las aguas cristalinas del Estrecho, mientras reposa ese arroz caldoso con atún rojo salvaje de almadraba que tanto irrita a la butifarra. Quien me iba a decir, después de varios lustros de Abuela del Betis (mi afectuoso recuerdo a Doña Concepción Andrade), que al final los parias acabarían siendo ellos, teniéndolo todo.
Bueno, todo no. No tienen nuestras almadrabas, ni nuestras vacas de retinto. Tampoco un lugar donde regocijarse de un amanecer en el que se funden Atlántico y Mediterráneo, o en el que la puesta de sol, con su majestuosa paleta de ocres, desbordaría el más pintoresco de los cánones modernistas de Gaudí. Concluyendo: se lo que es llorar, pero no por un futbolista. No voy a negar que con algunos descensos de mi equipo se me encogió el corazón. Los colores tiran, y más para un bético con alma zahareña, que ha nacido para sufrir y disfrutar a partes iguales. Pero de ahí a llorar, hay un trecho.
Espero que ningún culé tenga que pasar por el área de Cuidados Paliativos del Vall d´Hebron para hallar las diferencias entre un auténtico drama y la patética performance de un multimillonario que tenía pactada su marcha desde el verano pasado: una tomadura de pelo que pasará a la historia de nuestro fútbol, del mismo modo que lo harán sus goles. Y en un pestañeo, nos ha quedado una foto para el recuerdo: Messi cenando en el Vendôme de París (Hotel Ritz), yo trinchando el solomillo de retinto de La Sal, y los culés haciéndose pasar por andaluces. Ver para creer…