A finales del siglo XV y principios del XVI, las principales ciudades andaluzas comenzaron a centralizar el sacrificio de animales para el consumo público mediante la construcción de mataderos municipales. Las fuentes documentan la existencia de estas instalaciones en Málaga (Cédula de 1498), Córdoba (1499) y, de manera muy significativa para esta investigación, en Sevilla, cuyas ordenanzas de 1526 regulaban el matadero situado en la Puerta de la Carne.
Las investigaciones documentan que el histórico matadero municipal aparece bajo el Mercado Puerta de la Carne. Las excavaciones arqueológicas han sacado a la luz los restos del Matadero Municipal de reses inaugurado en 1489 durante el reinado de los Reyes Católicos. La Puerta de la Carne toma su nombre precisamente de la ubicación del matadero, un edificio que se mantuvo en uso hasta 1914.
Los actuales mercados municipales de la campiña sevillana tienen sus orígenes en el siglo XIX, específicamente durante la primera mitad del siglo XIX, como parte de un movimiento más amplio de modernización urbana en Andalucía.

Carnicerías viejas y mercado público en la Plaza Vieja
La Plaza Vieja de Marchena, conocida en el siglo XV como Plaza de la Fuente, fue un espacio central para la vida pública y comercial de la villa. Allí se ubicaron el mercado público y las primeras carnicerías, que abastecían de carne a la población. Este espacio, adosado a la muralla y cercano a los arrabales donde residían los moriscos, fue testigo de la consolidación de las actividades comerciales y de abasto en la Marchena bajomedieval. La existencia de carnicerías en este entorno refuerza la idea de un sistema de abastecimiento cárnico organizado desde la Edad Media.

En el siglo XV, el matadero municipal de Marchena se ubicaba en la actual Plaza de la Constitución, entonces conocida como la Plaza Vieja o de Abajo. Allí, junto a la calle de la Carnicería Vieja, se encontraba el matadero donde se sacrificaba el ganado y se abastecían las carnicerías de la villa. Esta localización era estratégica, ya que la Plaza Vieja era el centro del mercado público y punto neurálgico de la vida comercial de Marchena en esa época, muy próxima a la muralla y a barrios históricos como el arrabal de San Miguel.
Los mataderos, generalmente construidos en los extramuros de las ciudades, no eran meras instalaciones sanitarias; representaban un poderoso mecanismo de control. Al obligar a que todo el sacrificio se realizara en un único lugar supervisado, las autoridades municipales (y, por extensión, las inquisitoriales) podían ejercer una vigilancia directa y eficaz. Se designaban funcionarios específicos, como el alcaide o el fiel, para regentar el matadero, pesar la carne y asegurar el cumplimiento de las normativas.

El control de precios era una prerrogativa fundamental de la autoridad municipal y señorial. Las ordenanzas eran explícitas al respecto, exigiendo a los carniceros «buenas carnes e abasto» y el uso de pesos oficiales para evitar fraudes. Junto a ellos actuaban los veedores, nombrados anualmente por el concejo para inspeccionar la calidad de los productos y detectar posibles fraude.
Un instrumento fiscal clave en esta regulación era la sisa, un impuesto indirecto sobre la carne y otros productos de consumo que financiaba las arcas municipales. El poder de conceder exenciones de esta sisa, como hizo el Conde de Ureña en Osuna en 1519, era una demostración palpable de la autoridad señorial sobre la vida económica de la villa y una herramienta para gestionar el descontento social en tiempos de carestía.
El fiel de carnicerías del Ayuntamiento tenía una función específica: debía estar presente en la puerta de la carnicería con el peso oficial para supervisar todas las transacciones y garantizar que no se engañase al consumidor.
La población morisca de la Campiña Sevillana se vio significativamente incrementada tras la Rebelión de las Alpujarras (1568-1571), cuando miles de moriscos del Reino de Granada fueron deportados y reasentados a la fuerza en localidades de toda Castilla, incluyendo Córdoba, Sevilla y Écija. Esta llegada masiva aumentó las tensiones sociales y redobló la vigilancia sobre la minoría.
Antes, el Edicto de Conversión Forzosa del 12 de febrero de 1502, que obligaba a todos los musulmanes de la Corona de Castilla a elegir entre el bautismo o el exilio al norte de África. Este decreto transformó oficialmente a los mudéjares en «moriscos» o «cristianos nuevos», súbditos de la Iglesia y, por tanto, sujetos a la jurisdicción de la Inquisición.
Por toda España se inician juicios por esta cuestión como el de 1578, iniciado por Gerónimo García, alguacil mayor de Lorca, contra un grupo de moriscos, como Diego de Viamonte, «carnicero» y «morisco». En Marchena hubo procesos contra moriscos de origen granadino que, tras ser reasentados en Marchena, fueron juzgados por «casarse y conservar sus costumbres de moros». La mención de figuras como «Alonso de Villacastín, el último morisco de la Plaza de San Andrés» , sugiere la presencia de una comunidad morisca activa que fue progresivamente desmantelada.
Antes, las aljamas judías y las morerías podían mantener sus propias carnicerías donde se practicaba el sacrificio ritual. Con la imposición del matadero único, esta práctica se volvió prácticamente imposible. Las autoridades podían prohibir fácilmente el sacrificio halal o kashrut y garantizar que toda la carne que llegaba al mercado fuera «cristiana».
La carnicería, por su naturaleza intrínsecamente ligada a preceptos religiosos sobre el sacrificio ritual (halal para los musulmanes, kashrut para los judíos) y el consumo de productos como el cerdo y la sangre, se convirtió en un campo de batalla crucial en la política de asimilación forzosa impuesta por el Estado moderno.
El contrato de obra para la construcción de las nuevas carnicerías en Morón de la Frontera, promovido por el IV Conde de Ureña, demuestra la implicación directa del poder señorial en la infraestructura del mercado cárnico.

La prohibición del oficio de carnicero para los moriscos no fue una medida aislada, sino el resultado de una estrategia de control social multifacética y deliberada. Dicha estrategia, implementada a través de un denso entramado de normativas reales, ordenanzas municipales, estatutos gremiales y una implacable persecución inquisitorial, se fundamentó en la ideología de la limpieza de sangre.
Este poder podía ser (y, dadas las políticas de la época, con toda probabilidad era) utilizado para aplicar las normativas de exclusión dictadas por la Corona y la Inquisición, asegurando que solo los cristianos viejos tuvieran acceso a oficios regulados como el de carnicero.
Su objetivo último era la aniquilación de la identidad cultural morisca y su completa marginación económica y social, utilizando el control del matadero y del mercado de la carne como una de sus herramientas más directas y eficaces. Los gremios, que regulaban el acceso y la práctica de la mayoría de los oficios artesanales y comerciales, comenzaron a exigir pruebas de limpieza de sangre para admitir nuevos miembros. Se multiplicaron las «prohibiciones a moriscos ser maestros, o incluso aprendices y oficiales».
Felipe II en 1566 decreta la prohibición de la lengua, prohibición de la vestimenta y los nombres, prohibición de costumbres sociales: Se prohibieron los baños (hamman) y se ordenó la destrucción de los existentes. Asimismo, se prohibió la celebración de bodas y fiestas según sus ritos, incluyendo las zambras y leilas (cantos y bailes). Finalmente la expulsión general de los moriscos fue en 1610.

Para la comunidad musulmana, el acto de sacrificar un animal para el consumo no es meramente técnico, sino un ritual religioso fundamental: la dhabīḥah. Este ritual exige un método de degüello específico, la orientación del animal y, crucialmente, la invocación del nombre de Dios. Al prohibir de manera general todas las «ceremonias» moriscas, la ley criminalizaba de facto el único método mediante el cual un carnicero morisco podía producir carne halal, es decir, apta para el consumo de su propia comunidad religiosa.
Por lo tanto, la Corona no necesitó una ley que prohibiera explícitamente a los moriscos ser carniceros. Al proscribir el ritual que era la esencia misma de su práctica profesional desde una perspectiva islámica, el oficio se volvía legalmente impracticable para cualquier morisco que deseara mantener, aunque fuera en secreto, los preceptos de su fe. Esta fue una forma de persecución legal indirecta, pero sumamente eficaz, que colocaba a los carniceros moriscos y a sus clientes en una posición imposible: o violaban su fe consumiendo carne no ritual, o se arriesgaban a la persecución por practicar sus «ceremonias» prohibidas. La rebelión de las Alpujarras (1568-1571) fue la trágica respuesta a esta política de aniquilación cultural.
La Inquisición y los Edictos de Fe

El Tribunal del Santo Oficio institucionalizó la vigilancia de las costumbres culinarias a través de los Edictos de Fe. Estos documentos, que reemplazaron a los iniciales «edictos de gracia», se leían públicamente en las iglesias, generalmente durante la Cuaresma, y enumeraban una larga lista de prácticas consideradas heréticas. Su lectura en las puertas de los Conventos Dominicos no era una mera formalidad; obligaba a todos los fieles, bajo pena de excomunión, a denunciar a cualquier persona sospechosa de cometer dichos actos.
Los edictos detallaban con minuciosidad las prácticas alimentarias que debían ser delatadas. Por ejemplo, se criminalizaba explícitamente. El degüello de reses y aves según el rito judío o musulmán. El desangrado de la carne, su remojo en agua o su salado para purgarla. Cubrir la sangre del animal con tierra. Abstenerse de comer cerdo, tocino, liebre, conejo o pescados sin escamas como la anguila. Cocinar la comida del sábado el viernes, como en el caso de la adafina judía, un cocido de cocción lenta. Ayunar en días no prescritos por la Iglesia Católica o violar los ayunos católicos.

Al criminalizar los ingredientes (carne halal o kosher), los métodos de preparación (como la adafina) y los momentos de consumo (fiestas y ayunos específicos), la Inquisición transformaba cada comida en un acto de alto riesgo. Cada vecino se convertía en un espía potencial, y cada hogar, en un posible tribunal. Esta atmósfera de miedo y sospecha erosionaba la confianza, desmantelaba las redes de solidaridad y forzaba la práctica religiosa a un ámbito puramente individual y familiar, mucho más aislado y vulnerable.