Cuando caía el velo de la noche aparecía la imagen del Cristo Yacente por la puerta de Santa María para su vía crucis, primera salida del templo tras los años de la pandemia y antesala de un Sábado Santo que ya casi se toca con las manos de la recién nacida primavera. El Cristo aparece completamente velado; el velo de la muerte que responde a la costumbre hebrea que obligaba a cubrir por completo el cuerpo de la persona nada más morir.
El Cristo Yacente aparece pleno de dramatismo bajo el velo blanco como metáfora de la delgada línea que separa la vida y la muerte, la salud y la enfermedad, el tiempo y lo eterno, el mármol y la carne, lo etéreo de lo tangible, lo espiritual de lo material.
Tapar el crucifijo, o las imágenes de Cristo hasta el Viernes Santo, y hasta la Vigilia Pascal, significa que la Iglesia anticipa el luto por la muerte de su Señor y el Viernes Santo, la cruz es desvelada de nuevo y ofrecida a la adoración de los fieles.
La estampa del Cristo Yacente con velo es novedosa en este contexto y se inspira en la escultura de Cristo velado de la Capilla Sansevero, de Nápoles, tallada por Giuseppe Sanmartino en 1753, una de las cumbres de la escultura universal, que destaca por la expresividad que da a la imagen de Cristo.
El Via Crucis además de como momento de recogimiento es un momento idóneo para contemplar de cerca la espléndida talla del Cristo Yacente que según las reglas de la Hermandad hizo Jerónimo Hernández, pero que a falta de documentar este dato presenta numerosas similitudes formales con el Cristo Yacente de la Hermandad de la Mortaja que aparece en el regazo de la Virgen de la Piedad y que realizó Cristóbal Ramos, quien también hizo el paso de misterio de la Hermandad de la Macarena.
Los doce ciriales que anteceden a la talla del Señor Yacente le dan aún más solemnidad cuando pasa por los arcos del Patio de la Montería, del Palacio, cuyos muros aparecen cubiertos con una tela plástica de color negro como queriendo sumarse a la oscuridad del momento. Es entonces cuando el Cristo Yacente pasa junto a la Marchena Yacente, olvidada y sepulta, mientras los muros del extinto Palacio entonan también su propio réquiem.
Pero no un Réquiem cualquiera sino el Réquiem de Cristóbal de Morales, la música más bella jamás compuesta, para algunos, de un compositor que vivió en este Palacio en torno a 1553 poco antes de fundarse la Hermandad de la soledad, en 1567. De hecho aquella Marchena Yacente resucita cada Sábado Santo gracias a la Hermandad de la Soledad cuando el cortejo del tiempo de levanta por unas horas y sale a recorrer las calles desde la iglesia de Santa María.
Alli donde se rasgaba el velo del templo el Viernes Santo, en el altar mayor de Santa María, donde descansan aquellos fulgores pasados, resplandece hoy, como único testigo de aquel esplendor que fue, la reina de Marchena, la Virgen de la Soledad, vestida por Oscar Torres y Juan María Jurado, estrenando el altar del Septenario, vestida de blanco y negro, colores litúrgicos de la Soledad, con la ráfaga, la luna y el pelícano de la urna a su piés, dos ángeles junto a las columnas salomónicas y dos lámparas de plata que destacan sobre cortinas granates y al fondo la Santa Cruz.