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Opinión: Cuando la mente intuye lo que el corazón sabe

LUIS RUEDA. Técnico de Emergencias Sanitarias del Centro de Salud de Marchena y hermano de la Hermandad de la Soledad y Jesús Nazareno.

Al despertar esta mañana, una sensación angustiosa recorría todo mi cuerpo. Pensaba que era un mal sueño y por ello anduve rápido en buscar la habitación de mis abuelos.

-¡Abuelo, abuela!. Despertad que por fin es Viernes de Dolores y ha amanecido con un sol radiante. Mi abuela con una sonrisa casi sin arrugar su cara me miró y me contestó, hijo mío a quien buscas hoy con tanto nerviosismo. Abuela, ¿pero es que de verdad no me quieres acompañar?. Y acercándome cada vez más a ellos sentí como se alejaban cada vez más de mí.

Con los ojos llenos de lágrimas abandoné corriendo aquella habitación. Decidí salir a la calle y no dejaba de salir de mi incredulidad, no paraba de ver a personas que hacía años que no solía ya ver. No sabía bien qué es lo que estaba pasando, pero ellos me miraban con una gran sonrisa y me daban una sensación de paz. Ese miedo de no comprender bien lo que ocurría se poco a poco se esfumaba.

Las calles estaban totalmente engalanadas para la ocasión, fachadas recién pintadas, las flores más bellas resaltaban y los balcones llenos de palmas para recibir al hijo de Dios.

Sín parar de caminar me dirigía como cada viernes de Dolores hacia el Palacio Ducal.

Ya mientras me acercaba subiendo por su arco del tiro, notaba que algo diferente a lo normal ocurría. Entre suspiros y recobrando el aliento de la subida me presento en la puerta de templo, miro alrededor y no encuentro a nadie.

No podía entender cómo un día como hoy no había nadie en los alrededores siendo el día grande de su Septenario, y cuando ya estaba a punto de marcharme, el sonido de un llanto me llamó la atención. Venía de dentro.

Sin pensarlo dos veces me acerqué, la puerta se abrió y con un nudo en la garganta me iba aproximando al altar mayor. Allí se encontraba ella. Allí estaba con el hijo a sus pies, y con su rostro roto de dolor.

-Madre ¿que te pasa?. ¿Estás triste porque hoy no hemos venido a verte y rezarte?.
-No hijo mío, para nada es ese mi dolor… Lloro por todos mis hijos que estáis sufriendo esta maldita pandemia…
Padre ¿y a ti que te ocurre?. Te veo con más sufrimiento que nunca..
-No hijo mío. El no te puede contestar… Ha vuelto a dar su vida por todos vosotros.

-Madre antes de irme déjeme besar su mano y aliviar mis dolores…. Y en ese mismo instante cuando mis labios comenzaban a rozar sus manos benditas volví a aparecer en otro lugar sagrado.

Ese lugar es para mí la plaza de San Miguel. No comprendía muy bien cómo había llegado hasta allí…sin esperarlo mis dolores se sentían aliviados. Mi confusión encontraba su sentido.

Un pañuelo blanco se encontraba tirado en medio de la plaza, con un suave movimiento producido por la leve brisa, me acerqué a él y lo recogí y lo guarde como si de un tesoro se tratara.

Mis ganas de entrar para ir a buscarlo a su capilla iban aumentando por momentos. Todos te buscamos. Todos acudimos a tí. Tú que cargas con todas nuestras promesas.

Una vez en el cancel empujé la puerta y cuál fue mi alegría de ver que también se encontraba abierta, sin perder ni un instante corrí hasta el fondo de su capilla y cual fue mi sorpresa al no verlo allí. Solo su cruz.

Mi cara se llenó de lágrimas y gritando empecé a buscarlo. ¡¡¡Padreee.. Padreeeee!!!.  ¿Dónde estás?. No me hagas esto!!.  En ese momento sentí una mano apoyada en mi hombro mientras mis rodillas se clavaban en el suelo.

-No los busques aquí más hijo. No se encuentra aquí.  El salió para ayudaros y El se encuentra en cada hospital con cada sanitario poniendo sus manos para sanar. En cada campo para acompañar a ese agricultor para que no os falte de nada. Con cada Policía para protegeros. En cada corazón de esos camioneros que salen de casa sin saber cuando volverán.

El está en todos esos comercios donde se arriesgan día a día y por supuesto él se encuentra en cada casa de toda vosotros, en las que lo necesitan y en las que no.

En ese mismo momento ese niño despertó y abrió sus ojos, brillantes todavía y pensó que todo había sido un mal sueño de esos que se tardan mucho en olvidar. Cuando ese niño miró al lado de la cama encontró es su cabecera ese pañuelo blanco que en su sueño encontró.