Quico Chirino
Periodista y escritor.
El artículo que el Ayuntamiento de Osuna me encargó para la revista de feria y que Rosario Andújar ha censurado. Y eso que los tengo peores
Empiezo este artículo en una tarde de primavera prematura, de las que huelen a jaramagos en los tejados, a tierra húmeda de tormenta que solivianta a los caracoles, a las naranjas agrias de los árboles postulantes, al sudor jornalero que arrastra en su silbido el solano. Y en realidad es mentira, porque en Granada, últimamente, los atardeceres sólo huelen a marihuana y hasta las plantas que han colocado en la plaza de Isabel la Católica recuerdan a la ‘maría’ que alguien andará quemando unos metros más allá en calle Elvira.
Pero cuando el sol se pone meloso y abraza sin abrasar en su despedida vespertina, estas horas siempre me devuelven —donde quiera que esté— a las tardes de abril y mayo en Osuna, cuando todavía no despuntan los girasoles y los niños memorizan el compás de punta y tacón de las sevillanas.
Me propone Paco Ledesma que escriba alguna reflexión como ursaonense en el exilio profesional; y como estamos en plena campaña electoral, intentaré desprenderme de mi malafollá de granadino converso y no promover la abstención con la visión de mi pueblo.
Tampoco tengo ningún derecho para criticar si en lugar de quedarme dentro para cambiar las cosas me fui buscando la gloria de las letras, aunque nunca llegue a alcanzar el reconocimiento de las palabras esdrújulas. En esta etapa de mi vida no ajusto deudas pendientes pero tampoco debo favores.
Uno asimila que es un extraño en su pueblo cuando el Chirino más conocido es su hermano pequeño. Luego te adentras como un explorador por las calles de Osuna y compruebas que poco ha cambiado aunque todo resulte tan distinto.
Ya no está el quiosco verde en la esquina del instituto, que era el economato de los estudiantes presos de apuntes al dictado, y los chavales caminan con demasiada prisa. El descampado del cuartel viejo, con los restos de cristales de la feria anterior, ha dejado de ser un campo de fútbol.
Por el Arco de la Pastora no pasa el carro con las mulillas y donde mi viejo trompo de madera libró tantas batallas ahora hay un salón de juegos. En la esquina de la calle San Cristóbal no venden churros, las mochilas llevan ruedas y las tardes de uniformes azul marino no están coloreadas con lápices Alpino.
En cambio, la Semana Santa todavía tiene algodón dulce y una bola de cera derretida. Volveré a quedar con mis amigos en un banco de la plaza de España, mi Laurita seguramente se destroce alguna rodilla con sus piedras, y le explicaré que en el zaguán de aquella casa vendía chuches Rosarito. No hay perros vagabundos pero, cuando llueve, los árboles aún huelen a gorriones y hay que ponerse a cubierto de los palomos. Osuna, tan distinta y tan distante. Osuna, como siempre.
Este forastero que llama a la puerta, este forajido que huye de sus paisanos para que no le apliquen justicia, hace tiempo que se pregunta qué quieres ser de mayor. El pasado es más poético pero el futuro es más rentable. ¿Cuál es la identidad de Osuna? ¿Qué le distingue de su entorno y de sus competidores? ¿Cuál es su proyecto estratégico para crecer y que perdure aunque cambien los dirigentes políticos?.
Hay que tener una apuesta que nos convierta en líderes en algo, en la referencia nacional como lo son otros pueblos de similar o menor tamaño: Olivenza (12.000 habitantes) en el estreno de la temporada taurina; La Unión (19.900) y el festival de cante de las minas; Fuente Palmera (10.900) y las bodas; y podríamos seguir con Lucena, Estepa…
Osuna tiene elementos distintivos y diferenciadores de sobra pero, desde fuera, tengo la sensación de que no se ha decantado en firme por ninguno. ¿Turismo? Pero, qué tipo de turismo. ¿Centro operativo y logístico? ¿Cultura? Cuál es nuestro congreso o premio de referencia. ¿La riqueza patrimonial?.
Hay casas palaciegas que se caen a pedazos. ¿La gastronomía? Montemos un gran evento que de verdad eleve nuestras tapas. Lo siento, paisanos, pero nos falta un proyecto identitario para que, cuando fuera digas que eres de Osuna, instintivamente te reconozcan por algo. Ya sabemos que es un pueblo bonito. Pero hay que evitar languidecer como Narciso, contemplando su propio rostro reflejado en la Colegiata hasta que la torre se nos caiga encima.