Aquel hombre llegó al pueblo en un día en que el aire parecía detenerse por momentos, como si el tiempo mismo dudara en avanzar. No era un hombre especialmente notable a simple vista, pero había algo en su porte, en la manera en que sus ojos parecían ver más allá de lo visible, que hacía que la gente se apartara a su paso con una mezcla de curiosidad y temor.
Entró en el bar de la esquina, un lugar donde el tiempo parecía haberse congelado desde hacía décadas, con sus mesas de madera desgastadas y su barra de metal. Pidió una cerveza con voz tranquila, casi como si sus palabras fueran capaces de hacer vibrar el aire a su alrededor. Los parroquianos del bar lo miraron con disimulo, tratando de descifrar quién era este extraño que irradiaba una calma tan inquietante.
—¿De dónde vienes? —le preguntó el camarero, un hombre de rostro curtido y ojos cansados.
El hombre tomó un sorbo de su cerveza antes de responder.
—Soy el tiempo —dijo simplemente, como si fuera la cosa más natural del mundo.
Hubo un silencio pesado en el bar, como si las palabras hubieran congelado cada movimiento, cada pensamiento. Nadie se atrevió a reírse ni a comentar la aparente locura del recién llegado. Parecía haber algo en su mirada, en la serenidad con la que había pronunciado aquellas palabras, que les impedía tratarlo como un simple chiflado.
Terminada su cerveza, el hombre salió del bar y caminó por las calles del pueblo, deteniéndose de vez en cuando para observar las tiendas, las casas, la vida cotidiana que continuaba a su alrededor. Entró en una pequeña tienda de comestibles y saludó a la dueña, una mujer mayor de cabello blanco y manos temblorosas.
—Buenos días —dijo él—. ¿Tiene pan fresco?
La mujer asintió y le ofreció una hogaza. Mientras le daba el cambio, lo miró a los ojos y se sintió extrañamente reconfortada, como si hubiera encontrado algo que había perdido hacía mucho tiempo.
Los días pasaron, y el hombre que decía ser el tiempo se convirtió en una figura familiar en el pueblo. Ayudaba a los ancianos con sus compras, charlaba con los niños y escuchaba las historias de los más jóvenes. Pero siempre había algo en él que parecía fuera de lugar, una quietud que contrastaba con el fluir constante de la vida a su alrededor.
Un día, una joven del pueblo se le acercó con una pregunta que todos se habían hecho pero nadie había osado formular.
—¿Por qué dices que eres el tiempo? —le preguntó, con la inocencia y la valentía que solo los jóvenes poseen.
El hombre sonrió, una sonrisa triste y sabia.
—Porque el tiempo no es solo segundos, minutos y horas —respondió—. El tiempo es la vida misma, la suma de nuestros recuerdos, nuestros sueños y nuestros miedos. Y yo, en otro tiempo, cometí el error de tratar de controlarlo, de apresarlo. Así me convertí en su prisionero, y ahora debo vagar de pueblo en pueblo, recordando a la gente que el tiempo no es un enemigo, sino un compañero en nuestro viaje.
Y así, el hombre siguió su camino, dejando tras de sí una estela de reflexiones y un pueblo que, durante un breve momento, había vislumbrado la verdadera naturaleza del tiempo.
Un día, mientras paseaba por una calle adoquinada del pueblo, el hombre que decía ser el tiempo se encontró con una ancianita que caminaba con paso lento y firme. Sus ojos se encontraron, y él sintió una punzada en el pecho, una emoción que no había sentido en mucho tiempo. La ancianita le recordó a su madre, con su mirada dulce y su sonrisa cansada.
—Buenos días, joven —dijo la ancianita con voz temblorosa—. ¿Cómo está usted?
El hombre le devolvió la sonrisa, una sonrisa que llevaba una carga de tristeza y resignación.
—Estoy bien, gracias. ¿Y usted?
—Bien, bien. Solo caminando para mantener estos viejos huesos en movimiento —respondió ella, observándolo con curiosidad—. Dígame, ¿es cierto lo que dicen? ¿Que usted es el tiempo?
El hombre asintió lentamente.
—Sí, es cierto. Aunque el tiempo dejó de existir para mí desde que mi madre murió. Luego mi padre también se fue, y mis hermanos desaparecieron. Desde entonces, todo se ha detenido en mi vida. Ahora, estoy condenado a vagar de pueblo en pueblo sin tiempo, sin nombre, sin identidad, y sin familia.
La ancianita lo miró con compasión, sus ojos llenos de una sabiduría que solo los años pueden otorgar.
—Debe ser muy duro vivir así —dijo, su voz apenas un susurro.
—Sí, lo es —admitió él—. A veces pienso en acabar con esta vida sin sentido, pero luego me digo que no vale la pena. Que quizás, en algún lugar, aún queda algo por lo que seguir adelante.
La ancianita le tomó la mano con suavidad, sus dedos frágiles y cálidos.
—Todos tenemos nuestras cargas, querido. Pero mientras caminemos por este mundo, siempre hay una razón para seguir. Tal vez aún no la has encontrado, pero estoy segura de que está ahí, esperándote.
El hombre sintió una extraña calma al escuchar esas palabras. Era como si, por un momento, el peso del tiempo se hubiera aligerado.
—Gracias —dijo él, con una sinceridad que resonaba en cada sílaba—. Quizás tienes razón.
La ancianita le sonrió y siguió su camino, dejándolo con sus pensamientos. Y así, el hombre que decía ser el tiempo continuó su viaje, llevando consigo no solo la carga de su pasado, sino también la esperanza de que, en algún lugar, aún quedaba algo por descubrir, algo que le daría sentido a su existencia interminable.
Un día, solemnemente, el jefe de la policía salió en la televisión y dijo: «El Tiempo ha muerto». La noticia recorrió el pueblo como un rayo. Algunos habitantes, que habían llegado a apreciar al extraño hombre, corrieron a comprobarlo. Encontraron a la policía cubriendo el cadáver del hombre que decía ser El Tiempo, y una sensación de irrealidad se apoderó de todos.
En la televisión, el alcalde del pueblo apareció con el rostro grave.
—Queridos vecinos, confirmo que El Tiempo ha muerto —anunció con voz temblorosa.
Fue en ese momento cuando los habitantes del pueblo supieron, con una certeza inexplicable, que aquel hombre realmente era El Tiempo. El impacto de la noticia desencadenó una ola de acciones sin precedentes. Los ciudadanos, en un acto de rebelión y liberación, destrozaron los relojes oficiales del ayuntamiento y las iglesias. La joyería y la relojería del pueblo fueron saqueadas, y cualquier vendedor ambulante de relojes que se aventurara por el pueblo era perseguido y apaleado. Nunca más volvió a entrar un reloj en ese lugar.
Con el tiempo dejado atrás, los habitantes descubrieron algo maravilloso. Sin la tiranía de los minutos y las horas, ahora tenían tiempo para las cosas más sencillas. Podían disfrutar de largas conversaciones, paseos tranquilos y las simples alegrías de la vida. La prisa y la ansiedad desaparecieron, y en su lugar floreció una nueva manera de vivir, más plena y consciente.
En la tranquilidad de sus nuevos días, los vecinos reflexionaron sobre la muerte de El Tiempo. Comprendieron que el hombre que decía ser El Tiempo había traído una transformación que ninguno de ellos hubiera imaginado. Al liberar al pueblo de la opresión del reloj, él, de alguna manera, había cumplido una misión que tal vez ni él mismo entendía por completo.
Así, el pueblo vivió sin relojes, sin la tiranía del tiempo, descubriendo una nueva forma de existencia donde el presente era lo único que importaba. Y en sus corazones, siempre llevarían la memoria del hombre que les enseñó que el verdadero valor del tiempo no estaba en su medición, sino en cómo se vivía.
José A. Suárez.