Como la mayoría de los cantaores y las cantaoras de mi tierra, Huelva, un fandango fue lo primero que canté. No recuerdo la edad que tenía, aunque mediante una cinta de VHS y la memoria de mi madre, sé que me faltaba poco para cumplir los tres años. Sí recuerdo en cambio la necesidad de pertenencia a un grupo. Quería ser morena y con voz rajá. En este empeño, con diez años, me teñí el pelo de negro y me gané a pulso un par de nódulos vocales. Este fue quizás uno de los mayores aprendizajes de mi vida. Es necesario conocerse y aceptarse, y no querer vender lo que no se tiene. Con esta enseñanza en proceso de interiorización, escuché por primera vez a José Tejada Martín, conocido por la afición flamenca como Pepe Marchena.
En él descubrí a un artista flamenco que se salía de todos los estereotipos que le imponía su género y creaba un estilo propio que me llenaba de fantasía, imaginación y libertad. En él no solo cambiaba el color vocal, también variaba el contenido. Arreglaba y cuidaba tanto los cantes como su vestimenta con una estética preciosista y personalísima. De él fue la iniciativa de vestir el flamenco de limpio, refiriéndose a cantar con chaqué.
Desde mi punto de vista, este hecho que hoy en día podría casi provocarme rechazo, en su contexto -principios de 1900- significaba un posicionamiento diferente al de los cantaores y cantaoras de aquel momento. Elegir esta indumentaria era una forma de mirar de tú a tú a los señoritos que los contrataban. Era un modo de horizontalizar una sociedad claramente jerarquizada. A veces, el mejor modo de plantarle cara al contrario es apropiarse de su simbología.
Acabo de recordar una anécdota que viene al caso. Pepe se encontraba en la barra de un bar tomando una copa. En ese momento, un señorito que frecuentaba el lugar se acercó a él y le pidió un fandango, a lo que Pepe respondió que eso costaba caro y puso un precio alto para la época. El demandante continuó pidiéndole aquella letra. Marchena le cantó. El señorito le pagó. Y justo después de cobrar, Pepe llamó al limpiabotas. Y mientras este le brindaba su servicio, le puso en su bolsillo el dinero íntegro que acababa de recibir.
Un artista-personaje así no podía dejar indiferente a nadie. Su cultura era popular pues era analfabeto. Su intuición e inquietud lo guiaron hasta la creatividad que corona a un genio.
De esta manera llegan las que serían algunas de sus obras más conocidas: La Rosa y la Colombiana. La primera de ellas surge en Badajoz, donde trabajaba en el Salón La Lipa. Al finalizar el recital, fue a ver la representación de Amores y amoríos de los hermanos Álvarez Quintero en el Teatro López de Ayala por parte de la compañía de Rosario Pino. Quedó fascinado con este texto, el cual pidió al terminar la función y poco tiempo más tarde lo musicó y grabó.
La Colombiana fue una creación inspirada en el zorcico vasco y algún corrido mexicano. Sin duda, la aportación del flamenco en el siglo XX que más se canta en romerías y fiestas populares.
Por esta búsqueda constante y por su curiosidad innata fue apodado con el sobrenombre de La Vieja y, sin ella, la Ópera Flamenca se habría quedado sin uno de sus máximos exponentes.
En el flamenco, al igual que en otras disciplinas existe la tendencia a clasificar, etiquetar y, si es posible, hacer equipos con los elementos que se coloquen sobre la mesa. En el caso que nos ocupa, muchos aficionados crean equipos de cantaores, así encontramos a los marcheneros, a los mairenistas (seguidores de Antonio Mairena), a los camaroneros (fanes de Camarón), a los morentianos (ultras de Enrique Morente)…
Me gustaría destacar dos cuestiones de este fenómeno. En primer lugar, que ninguno de estos grupos surge a partir de nombres de mujeres cantaoras. En el argot flamenco no he escuchado a nadie definirse como pavoniano (por Pastora Pavón, la Niña de los Peines) o paquero (por la de Jerez), aunque muchos reconozcan ser seguidores y admiradores de estas mismas artistas. Por otro lado, se me viene a la cabeza la expresión que alguna vez le escuché al Niño de Elche cuando hablaba de los “morentianos conservadores”. No sé hasta qué punto somos capaces de degustar la esencia de un cantaor o cantaora, de sentirla, analizarla y reproducirla, si se quisiese, antes de llegar a una reproducción lo más exacta posible… en caso de artistas creativos tengo la sensación de que reproducir sistemáticamente “cantes míticos” del artista admirado puede ir casi en contra del verdadero mensaje que intentó transmitir.
De cualquier modo, a pesar de mi visión cooperativista, tengo fe en que este arte aprenda a apreciar la peculiaridad de cada artista y no acabe haciendo equipos como en el fútbol.
Volviendo a nuestro personaje, Marchena, me viene a la mente una frase de mi maestro José de la Tomasa. Él siempre nos decía que el cante es mitad garganta, mitad cabeza. Al principio me pareció un poco desproporcionada esta medida, hoy me parece un buen diagnóstico.
Cantando bien hay mucha gente, pero para ser cantaor o cantaora eso no es suficiente. Pepe Marchena fue de los primeros en tener una visión empresarial y diseñar su propio modelo de marketing (de la época). Su manera de funcionar era la siguiente. Se trasladaba un día antes al pueblo o a la ciudad donde iba a actuar, preguntaba por la taberna más frecuentada y allí se cantaba una pincelada, dejando con la miel en los labios a los presentes e impulsando la mejor campaña de promoción, el boca a boca.
En el mundo flamenco existe un máximo galardón, la Llave del Cante. Para mí, lo interesante de este premio es la simbología, porque hace falta abrir puertas y ventanas en la sociedad que vivimos. Marchena me ha enseñado a apreciar y a entender a otros artistas, me ha invitado a visitar países exóticos de América con sus melodías de ida y vuelta, me ha mostrado cómo la invención siempre tiene un hueco en la expresión y, sobre todo, ha sido un ejemplo de cómo crear un personaje ante el que nadie se queda indiferente.