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Borriquita

30 años de la Banda de la Palma: Resurgió el alma mercedaria

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30 años, tres décadas, tres generaciones de músicos se han visto reflejadas y visibles en los sentimientos a través de los sones que la Banda de Cornetas y Tambores “Mª Stma de la Palma” de Marchena. Esta banda ha deleitado y celebrado con su mejor tesón y música homenajeando  a toda esa juventud y la que sucede a la misma desde 1988 hasta ahora.

Desde entonces muchos jóvenes han pasado y formado parte de esta banda y han dejado su impronta. El resultado es una banda señera y como ya todos sabemos y conocemos y admiramos a dicha formación musical. Un concierto que se celebró el pasado 28 de Enero en el Auditorio “Pepe Marchena” de nuestra localidad, con un ambiente muy típico ya en estas fechas cercanas al comienzo de la cuaresma para los cofrades.

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La presentación corrió a cargo de nuestro querido hermano y compañero, D. Juan Luis López Martín, quien en su día fue encargado de que esta idea de unos jóvenes bajo el auspicio de una hermandad tan joven y con pocos recursos económicos que es «La Borriquita», emprendiera este largo camino.

Los primeros instrumentos se turnaban entre ellos y otros pues, pocos había, pero la ilusión era inmensa, homenajeando a todos los que pisaron ese suelo lleno de alma mercedaria, y que otros ya gozan desde el cielo, de ser componentes de la misma.

Hicieron sonar marchas con ese toque característico que hace única a esta banda con marchas como Señora, A Esta Es, Triana te Corona y Tu Cáliz de Amargura…dió esa primera parte del concierto lleno de un público entregado con el cariño que siempre se ha volcado desde entonces hacia la banda. Se demuestra pues que de nuevo la banda poco a poco va creciendo a esa dinámica que forma ahora esta savia nueva que emerge con fuerza.

A continuación se presentó el cartel conmemorativo de la banda, obra de Benito García Burguillos, miembro de la misma y del cual resaltó como en la instantánea se resume 30 años en valores, vivencias y sobre todo hermandad y sentimiento.

Siguiendo el acto, comenzó la Banda invitada de honor, que era ni más ni menos que la Banda de Cornetas y Tambores del Stmo. Cristo de las Tres Caídas de Triana, sin duda, banda referente y de las mejores del panorama musical cofrade, y del cual ofreció un recital magistral de su impronta llena de pasión y del cual destacar de su nuevo y recién estrenado trabajo discográfico, “Caridad”. Interpretando las marchas: “Cautivo de un Barrio”,  “En Manos de Jesús”, “La Esperanza”, “Caridad”, “La Fe”, “Historias de Judea”, “La Pasión”, “El Alma de Triana”, “Abrazado a Triana” y “Hágase tu Voluntad” con un gran ovación en el publico por dicha actuación.

Finalizaba el acto de nuevo con la actuación de la Banda anfitriona, la de la Palma, interpretando las marchas: “Madre de Dios del Rosario”, “María”, “Madre”, “Luz de Mi Urna” y “Mi Cristo Moreno”.

Finalizando el acto los componentes condecoraron a algunos compañeros con cuadros en agradecimiento a los años y labor empeñadas a favor de la formación y fidelidad a la misma, concluyendo el concierto con la “Marcha Real” y finalizando así un día histórico sin duda, no solo para los asistentes y para el mundo cofrade marchenero, sino para la Banda de la Palma, que sin duda sigue aún haciendo historia para y por nuestro pueblo, sin nunca perder su identidad y forma de entender la música a través de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo.

Benito García Burguillos

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Cuando los estudiantes soñaron con una hermandad: el Cristo de la Providencia como parte de la Borriquita de Marchena

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El próximo miércoles 9 de abril de 2025, a las 20:30 horas, tendrá lugar el Solemne Vía Crucis del Cristo de la Providencia, una de las citas más sobrecogedoras de la Cuaresma marchenera. La imagen, custodiada por las Hermanas Franciscanas de los Sagrados Corazones en el colegio de Santa Isabel, saldrá nuevamente a la calle para presidir este acto de recogimiento y oración.

El Cristo, de imponente expresividad y delicada factura, es protagonista cada año de esta procesión íntima que, más allá de lo estético, remueve la devoción popular y conecta con los orígenes juveniles de aquella añorada Hermandad de los Estudiantes.

Corrían los años finales de la década de los setenta cuando un grupo de jóvenes marcheneros empezó a reunirse, con discreción y entusiasmo, en las dependencias del colegio Santa Isabel. Eran estudiantes —algunos apenas rozaban los catorce años—, movidos por la ilusión de fundar su propia hermandad. Querían una cofradía joven, con un Cristo propio, que reflejara su espiritualidad y su compromiso. Así nació el germen de lo que se conocería como la Hermandad de los Estudiantes, cuyo titular sería el Cristo de la Providencia, imagen que aún hoy sigue procesionando en Vía Crucis el Miércoles de Pasión.

La historia, sin embargo, dio un giro inesperado. Aquel grupo juvenil se encontró con una oportunidad única cuando la Hermandad de la Borriquita —oficialmente, la Real Hermandad de Nuestro Padre Jesús de la Paz en su Entrada Triunfal en Jerusalén, María Santísima de la Palma y Santísimo Cristo de las Misericordias— atravesaba una etapa crítica. El cansancio de sus responsables, entre ellos Zapico, hizo que se plantearan incluso abandonar el proyecto. Fue entonces cuando propusieron a los estudiantes una idea práctica: en vez de iniciar una hermandad desde cero, fusionarse con la Borriquita les permitiría salir antes a la calle, ya con reglas canónicas aprobadas.

La propuesta fue bien recibida por la comisión de jóvenes, y así, durante algunos años, el Cristo de la Providencia se incorporó como titular de la renovada Hermandad, que acogió a muchos miembros de aquel colectivo pro-Hermandad de los Estudiantes. Esta unión simbiótica supuso no solo el rescate de la Borriquita, sino también la integración de una nueva generación de cofrades que revitalizaría la corporación.

Cabe destacar que la imagen del Cristo de la Providencia fue ofrecida por las Hermanas de Santa Isabel, quienes facilitaron no solo el uso de la imagen sino también el convento para las primeras reuniones, convirtiéndose así en el auténtico «cenáculo» de aquella cofradía incipiente.

Una anécdota curiosa permanece en la memoria: durante un tiempo, ni siquiera las religiosas sabían con certeza el nombre de la imagen, y en algunos escritos antiguos aparece como «Cristo de las Misericordias», probablemente por confusión o desconocimiento. Esta circunstancia se recoge, por ejemplo, en la revista de Semana Santa de 1980, firmada por M. Lebrón, una de las pocas fuentes escritas que documentan estos primeros pasos.

Hoy, el recuerdo de aquella Hermandad de los Estudiantes permanece como una historia apenas contada, un capítulo poco conocido de nuestra Semana Santa. Aunque la hermandad no prosperó de forma independiente, su espíritu sigue latiendo en cada Vía Crucis del Cristo de la Providencia y en la savia joven que recorre las filas de la Borriquita. Tal vez algún día, aquel viejo sueño estudiantil vuelva a renacer.

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“Ahora madre, entiendo tu manto”: María Hurtado conmueve a Marchena con un pregón tejido de fe, memoria y verdad

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Hay instantes en los que las palabras rompen en lágrimas, y otros en los que se hacen carne en los corazones de quienes las escuchan. Este domingo, en el templo abarrotado de San Juan, María Hurtado Bellido no ofreció solo un pregón. Abrió el pecho, remangó el alma y se colocó su túnica morada, no de tela, sino de verbo. Fue el atril su cruz, y la voz, la guía de una Marchena que ya huele a cera y azahar.

Desde la primera palabra hasta el último amén, María no dejó a nadie fuera. Habló a los cofrades y a los descreídos, a los que rezan cantando y a los que esperan en silencio. No lo hizo desde la superioridad, sino desde el suelo gastado de quien ha caminado todos los Viernes Santos. Su pregón fue, como dijo en sus propias palabras, “una levantá inmortal hacia ese balcón del cielo que brilla de manera perpetua en nuestros corazones”.

María habló con voz de nieta, de madre, de hermana y de Verónica. Recordó aquel año 2013 cuando cumplió su sueño de salir en la mañana del Viernes Santo y, justo ese día, su abuela Conchita partió al cielo. “Ese día no fue un día más en tu vida, María. Tu abuela también había cumplido un sueño”.

 Desde el primer instante, quiso comenzar donde todo empieza: en la Caridad.  “Herederos del buen Miguel Mañara”, recordó María, “con más de 375 años del aniversario de su fundación, han amparado al desamparado cada Domingo de Ramos, cuando el sol brilla sobre nuestros cuerpos”. Y evocó con una intensidad casi litúrgica el gesto solemne de esos hermanos de riguroso luto que, “caracterizados por un brazalete azul donde portan su escudo y una actitud seria propia de los más prudentes”, acompañan el féretro con una fidelidad inquebrantable. Para la pregonera, no se trata solo de una procesión: “Podemos escuchar uno de los sonidos más característicos del Domingo de Ramos: la esquila que acompaña el féretro que portan sus hermanos en el discurrir desde Milagrosa hacia San Sebastián”.

 “Hermano de la Santa Caridad, a medida que escuches más de cerca el sonido de esa campanita, más próximo estará el momento de que seas tú el siguiente en tocarla”, proclamó, con una ternura que solo la experiencia puede dar. 

“No hay banda, ni palio, ni palmas, ni claveles. Hay cera, hay cruz, hay compostura”, dijo, reivindicando lo esencial. Porque si en otras cofradías hay esplendor, en esta hay hondura. “La Santa Caridad no necesita pregón. Su ejemplo habla por ella”. Pero ella lo dio. Y lo dio bien. Con voz emocionada, recordó que “esta hermandad no solo desfila: acompaña, consuela, acoge, vela a los que parten y reza por los que quedan”. 

 Para María, la Caridad es más que una cofradía: es la raíz misma del Evangelio. “Hay hermandades que brillan con luz de cera, otras con luz de plata… pero la Santa Caridad brilla con la luz del servicio”. Por eso, su agradecimiento fue explícito, sin rodeos: “Gracias por cuidar a los que ya no están, a los que sufren, a los que nadie ve”.

Y cerró su evocación con la mirada puesta en lo eterno: “El Domingo de Ramos comienza con muerte, pero no con desesperanza. Ellos nos enseñan que todo final es también comienzo”. Por eso, “esta levantá va por todos los directores espirituales que nos acompañan durante todo el año a través de los cultos para alimentar nuestra fe”, y también por aquellos que, como los hermanos de la Caridad, “trabajan sin descanso para hacer visible lo invisible”.

Y así nos llevó a su infancia, cuando, con la impaciencia desbordada, pedía a su padre que la llevara a San Agustín. “Papá, venga, vamos ya para arriba que sale la Borriquita”, recordaba con una sonrisa casi infantil. Allí, entre la expectación del templo y el nervio en la garganta, aguardaba ese instante único en que se abren las puertas y comienza la vida pública del Señor. “Allí esperando al momento de mayor tensión, pues el miedo a esas edades no existe. Papá, que están de rodillas, que están desmontando el paso, que están bajando al Señor…”.

“Abrir el paso. Os traigo la salvación”, proclamó María, haciendo suyas las palabras de un Dios que se baja del cielo para jugar con sus hijos. “Es muy sencillo: escucharme y acompañarme. Acercaros a mí. Soy nuestro Padre Jesús de la Paz, montado en una borriquita, y vengo a salvar al pueblo de Marchena”.

El pregón se convirtió entonces en catequesis para los pequeños, en voz materna que susurra esperanza: “Niños y niñas de este pueblo, id a vuestras casas, corred la voz, que salgan todos a verme. Avisad a vuestras abuelas, que todos se vistan con sus mejores galas. A vuestros padres, decidles que os dejen estar por la calle junto a mí, que no pasa nada. Es el día de la Paz en Marchena”. Porque este día no es solo un comienzo litúrgico: es un renacer espiritual, un estallido de fe que convierte las calles en una nueva Jerusalén.

Con ternura dirigió esas palabras también a sus propios hijos: “Jesús y Jorge, hijos míos, ¿habéis escuchado el mensaje que el mismo Dios que ha bajado a la tierra ha dicho? Confiad, tened fe y amad desinteresadamente. Poneos en sus manos y agarrad fuerte esas ramitas de olivo que tienen la savia de la salvación. No las soltéis y no olvidéis llevarlas cada año después de misa a vuestras casas. Ponedle el lacito que más os guste, pero amarradla bien fuerte: tiene que durar todo un año”.

Desde ese instante del pregón, Marchena entera se vio montada en ese pollino, como si cada palmo de calle fuera una nueva bienvenida al Hijo de Dios. Y en la voz de María resonó el gozo de quien ha aprendido que la infancia no es una etapa, sino un don espiritual. Porque cada vez que sale la Borriquita, los que fuimos niños volvemos a serlo.

Y así, con la paz como estandarte, María nos recordó que la Semana Santa no empieza el Domingo de Ramos. Empieza mucho antes, en las miradas limpias de los niños, en los altares de cartón, en la rama de olivo que tiembla al viento… Y en el corazón que se prepara, año tras año, para volver a decir: “Papá, venga, que sale la Borriquita”.

Hay imágenes que no necesitan música para conmover, ni lágrimas para hablar. Basta con su andar sereno. Así es la Virgen de la Palma en la voz y en el corazón de María Hurtado, que la evocó en su pregón con la reverencia de quien ha sentido su consuelo tras la estrechez de la vida. “Madre de la Palma, eres madre de los que viven en acción de gracias. Llénanos este bonito día de algarabía”, dijo, iniciando con una súplica jubilosa lo que muy pronto se convirtió en letanía de devoción.

La estrechez del cancel de su iglesia fue imagen del alma que se prepara para acoger lo inmenso. “Tras la estrechez, aparece la calma. Palma, después de tu salida el pueblo impaciente te espera. El cancel está abierto. Comienza la Semana Grande y con ella uno de los mensajes: Dios aprieta, pero no ahoga”. Y en esa imagen de puertas que se abren está el símbolo del alma que se ensancha, del pueblo que espera, del milagro que comienza.

María supo captar ese contraste entre el rostro sereno y la hondura del mensaje. “¿Qué hay en tu mirada, Palma? ¿Dónde escondes tus lágrimas?”, se preguntaba, y cada palabra parecía buscar cobijo entre los entrevarales de ese palio que, año tras año, vuelve a tejer la esperanza con hilo de oro. “Los entrevarales son como los barrotes de las ventanas: están hechos para asomarnos a verte”, dijo, con una sencillez estremecedora.

Cuando el alma se arrodilla y el cuerpo detiene su prisa, es porque el Señor de la Humildad ha pasado.  María Hurtado, en su pregón de la Semana Santa de 2025, no solo recordó la escena; la vivió de nuevo con la emoción intacta y la convirtió en espejo de tantas vidas marcheneras. 

“Señor de la Humildad, una escuela de paciencia nos das”. Una lección aprendida en silencio, en los días lentos, en las noches largas, en los hospitales y en las salas de espera, donde “tus fieles desesperan sentado, como tú, en la piedra dura de la vida intentando comprender su rumbo”.

El Señor de la Humildad se convierte así en compañero de viaje, en intercesor del que no tiene fuerzas, en consuelo del que no entiende. “Junto a ti visitéis los hospitales, la residencia, las salas de espera…”. El lenguaje se volvió íntimo, casi confidencial. El tono del pregón descendió al susurro, al tú a tú de quien habla con su Dios en lo más profundo del alma.

Pero no se detuvo ahí. María hiló esta devoción con otra tradición muy marchenera: la saeta. “Una escuela de saetas, esa en la que se enseña a orar con una entonación que nunca falla, la que se canta desde el alma, la que está orada desde la autenticidad y con un pregón de un ángel desde ese balcón que sagrado parece estar afinado de año en año”. La saeta no es aquí un adorno musical, sino una plegaria que se eleva como incienso desde los balcones al cielo.

Hablar del Señor de la Humildad, es hablar de una enseñanza sin estridencias, de un ejemplo que no necesita alarde, de una presencia que sana sin tocar. “Regresa a tu templo con tu centuria detrás y no dejes nuestras vidas nunca en el azar. Pues hágase según tu voluntad”, concluyó María, dejando la oración como última palabra, como única respuesta posible ante el misterio de un Dios que se detiene para mirar al hombre desde su mismo nivel.

Hay una esquina de Marchena donde cada primavera se mece una novicia entre naranjos y flores. La Virgen de los Dolores no camina sola: la acompañan los suspiros de generaciones que han buscado en su rostro el consuelo a penas antiguas y recientes. María Hurtado lo expresó con palabras suaves y estremecidas, con la devoción de quien sabe que el dolor, cuando se ofrece, también puede ser redentor. “En el barrio de Santa Clara hay una Virgen con una mirada infinita y suplicante hacia el firmamento”, dijo. Y con esa frase abrió la puerta de un convento que es también refugio del alma.

Ella está “con un pañuelo colgando que casi te lo da si se lo pides”. Esa imagen sencilla –una mano tendida, un paño dispuesto a secar lágrimas ajenas– resume siglos de devoción popular. “Está esperándonos para consolar esas lágrimas que seguro que hoy no saben a sal, pues ya se ha encargado ella de quitarles ese mineral”.

El peso del pueblo está en ese pañuelo. “¿Cómo podemos pedirte tanto?”, se preguntó la pregonera, con una humildad desarmante. “¿Qué cansada tienes que acabar cada Miércoles Santo? ¿Cuánto pesa ese pañuelo sobre el que has absorbido todos los dolores de tu pueblo?”. Es la maternidad espiritual llevada al extremo: una madre que recoge, que escucha, que carga con lo que los demás no pueden.

En esa noche silenciosa de primavera, María reconoció que “madre dolorosa, es normal que mires al cielo en busca de tu consuelo”, pero le pidió algo más: “Baja tu mirada, que tus hijos queremos quitar la daga que atraviesa tu corazón, esa que profetizó el viejo Simeón”.

Hay nombres que se pronuncian con ternura. Nombres que no pesan, que no hieren, que no exigen. El de Jesús, cuando es niño, se dice con la suavidad con la que se acaricia un recuerdo, con la delicadeza con la que se habla de la infancia. Así lo proclamó María Hurtado en su pregón, elevando al Dulce Nombre de Jesús a la altura de un símbolo universal de consuelo y fortaleza: “Dulce Nombre de Jesús, siento la incongruencia de tu pronombre: ¿cómo puede ser dulce el que sabe, con tan pronta edad, lo que le espera?”.

Y sin embargo, lo es. Porque en ese rostro de niño con mirada sabia se concentra la ternura de Dios encarnado. “Tu nombre es dulce, y eso se refleja en la miel de tus labios”, dijo María, evocando la imagen de un Jesús que no teme, que se ofrece, que se entrega desde su inocencia.

Hablar del Dulce Nombre es hablar del primer asombro, del descubrimiento infantil de lo sagrado. “Aún recuerdo cómo te miraba de niña a niño”, confesó la pregonera. “Me fijaba en la pequeña crucecita de plata, la misma que después en madera yo portaría el Viernes Santo por las mismas calles que tú habías pisado”. Esa coincidencia entre la mirada del pasado y la vivencia del presente unió en una sola emoción a la niña que fue y a la mujer que ahora pregonaba.

María comprendió la paradoja de este Niño-Dios, que a pesar de su aparente fragilidad “tiene una mente de un diamante irrompible hacia el amor más puro y brillante que existe: el amor de Dios”. En esa contradicción entre niñez y divinidad, entre dulzura y sufrimiento, reside la grandeza de su imagen, y así lo expresó con una ternura que emocionó a todo el templo: “No llores, Dulce Nombre de Jesús, que todos los niños y niñas de tu pueblo te están mirando, te están ayudando”.

Y con un gesto de esperanza, selló el legado de generaciones: “Hoy los costaleros que te llevan son los mismos niños ya hechos hombres, y con la ayuda de tus ángeles, a pulso te elevarán al mismo cielo”.

Desde lo alto de una azotea, en un rincón que roza el cielo, una niña lanzaba su primera petalá sin saber que estaba sembrando una devoción que años más tarde haría florecer con palabras. Así nacía el amor de María Hurtado por la Virgen de la Piedad. “Desde la azotea de Cayetano veía de pequeña la salida del Dulce Nombre y desde allí también le ofrecía una petalá a la Virgen de la Piedad”, confesó con voz de memoria emocionada.

No hay calle en Marchena más silenciosa que aquella por la que pasa la Virgen de la Piedad. No hay rincón más íntimo que su paso lento, medido, donde todo parece pararse para dejar que el pueblo respire su consuelo. “Si te mecen, déjate llevar, Piedad es nuestra manera de que puedas andar”, proclamó María, poniendo en boca del pueblo ese susurro que se convierte en plegaria cuando Ella aparece.

La oración siguió fluyendo, tejida como los bordados de su manto: “Si te levantan al cielo, déjate llevar, Piedad es la manera de hacerte volar”. Porque esta Virgen no solo camina, no solo llora: se eleva. La eleva su pueblo, que la sostiene con amor callado, la mece con ternura infinita. “Si te rezan en silencio, déjate llevar, Piedad es nuestra manera de tus penas quitar”.

El Jueves Santo en Marchena no comienza en el reloj, sino en el corazón de quienes esperan que se abra el portón franciscano. De allí sale cada año, envuelto en lirios morados y recogimiento, el Cristo de la Santa y Vera Cruz, llevando consigo la memoria de generaciones que han hecho de este paso una oración viva. María Hurtado, con la emoción serena que da el amor antiguo, abrió su evocación con una confesión sincera: “Cuando habla mi corazón de la Vera Cruz, habla de recuerdos, sobre todo aquellos que guardo con un cariño muy especial”.

En su niñez, María deseaba ser costalera, pero en aquellos años no se podía. Así que se conformaba “con ir a los ensayos y llevar la radio”, porque lo importante no era el rol, sino estar cerca del Señor que camina entre sombras y cal. 

La Vera Cruz, para María, no es una cofradía más: es la cofradía de su familia materna los Bellidos. Ess casa el Jueves Santo se convertía en una casa hermandad, «donde las túnicas de mis primos estaban muy bien colgadas y planchadas en los muebles del salón de cada casa”. 

 “El Jueves Santo en Marchena todo parece transformarse”, proclamó la pregonera. “La noche se oscurece, el cielo comienza a eclipsarse ante tu inminente muerte. Se abre un portón en la capilla franciscana, donde en el cancel espera un nazareno que porta esa peculiar cruz de guía”.

En ese momento, Marchena se vuelve un templo al aire libre. “Suena cornetas y tambores y una rampa de madera sobre la que rachean suavemente con un poco de cuerpo a tierra”, y Él baja “camino del barrio más monumental, entre esquinas que se retuercen, muy padeciente, coronado de espinas y la sangre derramada”. La marcha no es música, es latido; la cera no es luz, es lágrima; y el paso no es madera, es altar: “Una elegante levantá a pulso siempre te eleva, esas trabajaderas sagradas que rachean suavemente y que rezan sin parar en una noche que parece que no tiene final”.

María describió el instante en que la silueta del Cristo se proyecta sobre las paredes blancas del barrio, como una aparición: “De repente, por las paredes encaladas previamente, una silueta se refleja del Señor que pasa por tu casa. Verte. ¡Cuánta elegancia hay en tu barrio! ¡Qué silencio tan solemne!”. Porque si algo distingue a la Vera Cruz es el recogimiento que envuelve su discurrir, la sobriedad que no necesita ornamento, el rezo callado que no exige respuesta.

Hay nombres que no se pronuncian, se respiran. Nombres que no hacen falta decir en voz alta porque ya viven en el corazón. Así es la Esperanza en Marchena: no necesita presentaciones ni alardes. Basta con mirarla para entender por qué su manto verde no es un color cualquiera. “Dicen que el color de la Esperanza no es un verde normal”, explicó María Hurtado. “A mí me recuerda al verde del mar”. Pero no a un mar en calma, sino al mar que lucha, al que no se rinde. “El mar revuelto, ese que arrastra toda la arena del fondo cuando rompe la ola, justo ese es el color”.

Así la sintió la pregonera desde niña. No como un símbolo decorativo, sino como una necesidad vital. “La Esperanza te tripula para poder navegar, allá en tu fondo más profundo que te arranca el alma sin avisar”. Y como quien se aferra a una tabla en mitad del naufragio, elevó su canto: “Cuando la mar esté revuelta, a cara a cara mírala: es la Esperanza la que te salva de la deriva en alta mar”.

Por eso, la Esperanza de Marchena no es simplemente bella. “No vas a ser bella, Esperanza, tienes que serlo por necesidad”. Porque cada mirada busca en Ella una respuesta, un consuelo, un sí o un no que cambie el rumbo de una vida. “Sino, ¿cómo te miramos esperando encontrar la respuesta a ese sí o a ese no que ansiamos escuchar?”.

En esa mezcla de ternura y fortaleza, María fue desgranando su oración íntima: “Bella es la Esperanza que de verde tiñes el mar cuando la ves pasar, va demostrando un no sé qué que te sacia cuando se va”. Porque verla no basta. Se necesita, se ansía, se espera. “Bella es la Esperanza que de verde tiñes el mar del que anhela encontrar los vaivenes de la vida que aparecen cuando no los sabemos tolerar”.

La pregonera describió con palabras sentidas esa conexión íntima entre la Virgen y su pueblo, donde cada uno lanza plegarias en silencio. “Miras para abajo, para nuestros ojos encontrar esas plegarias que te lanzamos y que en ti la respuesta está”. Y entonces se comprende que Ella, coronada y serena, no está solo para embellecer una calle, sino para sostener un alma. “Bella es la Esperanza, esa que porta alfajín de Capitán General y coronada está, la que navega sobre un palio estrellado hecho de terciopelo y plata, impregnada en nazar, y llevas más de 20 años siendo Reina de Marchena, de la cristiandad y de todo el mar”.

Hay imágenes que no se nombran sin estremecerse. Y en Marchena, si hay un nombre que agita las entrañas del pueblo entero, ese es el de Nuestro Padre Jesús Nazareno. El Señor que no se menciona, se reza; el que no se mira, se sigue; el que no se explica, se siente. Y eso hizo María Hurtado: sentir. “¿En serio? ¿No me lo puedo creer? ¿Y ahora qué hago?”, se preguntaba recordando el instante en que se encontró frente a Él, tras veinte años de espera en una lista “que parece ser eterna para ponerme por un instante frente a ti, cara a cara”.

Su voz, que tantas veces se quebró a lo largo del pregón, pareció quebrarse aún más cuando pronunció esas palabras: “Ese día no sabía si hablarte desde mi tristeza o desde el agradecimiento”. Porque el día que María se revistió de Verónica fue el mismo día en que su abuela Conchita se despidió de este mundo. Y no, no fue casualidad. “Tú decidiste que yo, vestida de Verónica, justo ese día ascendiera a ti”.

Aquella escena no fue solo un rito ni un sueño cumplido: fue un abrazo entre generaciones, un gesto de la Providencia. “Tu rostro yo limpiar o tú el mío. A mí no podía estar nerviosa ese día, solo quería hablar contigo y que me explicaras qué es lo que pasaría”. Y en ese diálogo íntimo entre nieta y Señor, entre túnica morada y paño blanco, se selló una alianza de vida entera.

“No vi a mi abuela desde el balcón viendo pasar a su nieta, sino que fui yo la que la acerqué a ti al balcón infinito del cielo”. Y en ese gesto, María comprendió algo esencial: que cuando Dios está por medio, no hay casualidades, solo misterios que se revelan con amor.

No es extraño que su camino nazareno lo viva como una misión. “Por eso camino descalza y de morado, desde San Miguel, cuando las puertas están de par en par, un Viernes Santo de madrugada, bajo un cielo estremecido de gargantas que se rompen a rezar”. Porque seguir a Jesús Nazareno no es solo vestir la túnica: es descalzarse del mundo, entregarse sin medida, fundirse en cada chicotá con el latido de su pueblo.

Con la emoción contenida de quien ha sentido esa madrugada en la piel, fue relatando cada recoveco del recorrido, cada paso que Él da por las calles de Marchena. “Bajo una luna llena primaveral, camino descalza y de morado, siguiendo una cruz de guía bajando de la Rabal”. Esas calles, que de día son barrio, en su paso se hacen santuario: Plazuela del Topo, calle Estudio, calle Sevilla, San Sebastián, Milagrosa, Santa Clara… “Calle Sevilla, que no sube, que reza por la paz bajo una palma merced y pilar”.

Y en ese discurrir lento, fatigado, arrastrando la cruz, María descubre que no solo camina Jesús. Camina el pueblo entero con Él, cada cual con su herida, cada cual con su fe. “Camino descalza y de morado hasta llegar al más sagrado altar del Monumento, donde está Jesucristo ya no muerto, sino vivo”. Porque Jesús no cae, se arrodilla. No se cansa, se entrega. “Tú que caminas, tú que no te paras, tú que no te cansas y el que nos miras cara a cara”.

Hay lágrimas que no se ven, pero que mojan por dentro. Lágrimas de sal y de silencio, de fe y de desahogo. Lágrimas como las de María Santísima de las Lágrimas, que no brotan solo de sus ojos tallados, sino de todos los que la miran. María Hurtado, con la emoción desbordada, se dirigió a Ella no como pregonera, sino como hija, como mujer, como madre, como alguien que un día descubrió que aquellas manos abiertas no solo recogían súplicas: también sostenían vidas.

“Virgen de las Lágrimas, tengo que pedirte perdón por haberte dado de lado durante tantos años”, confesó con humildad, reconociendo que sus miradas y sentimientos “se concentraban en tu Hijo primero”. Pero la vida, con su manera extraña de ponernos en nuestro sitio, hizo que fuese precisamente Ella quien la tomara de la mano en uno de los momentos más íntimos y reveladores. “Me pusieron junto a ti. Mejor dicho, en tus manos. Siempre abiertas se quedaron desde entonces, como hacen todas las madres”.

Ese instante, que quedó “fosilizado” en el corazón cofrade de la pregonera, ocurrió cuando estaba embarazada de su hijo Jorge. “Con uno de mis hijos en mi vientre pude acompañarte al son de la misma marcha que hoy aquí ha acontecido: Amarguras, Fondeanta”. La misma marcha que abría el pregón y que ahora regresaba para abrazar la memoria de aquella noche. “Lo admito: estaba algo triste de no poder hacer mi estación de penitencia ese año. Aunque lo intenté, me puse mi túnica, pero solo aguanté hasta pasar el arco”.

En su interior, una vida latía, y afuera, otra Vida —la de la Virgen— se desbordaba en compasión. “Qué mágicos son los momentos”, dijo, cuando, “a la voz de un Jorge costalero al mando de su capatá, daba voz a otro Jorge, el de mis adentros”. Porque no todas las lágrimas son de tristeza, y María supo reconocerlo: “También las hay de agradecerte, Virgen de las Lágrimas, que tu amargura se desvanece y la vida resurge al pasar y verte”.

De ese dolor hecho belleza brotó una descripción que conmovió a todo el templo: “Ahora, Madre, entiendo tu manto. Tu manto azul, de azul cobalto. No va a ser de otro color si está lleno de penas y de llanto”. Un manto que no cubre solo una imagen, sino que arropa a todo un pueblo. “Lo llenas tanto y tanto que es el océano de Marchena cada Viernes Santo”.

Y como ola tras ola, sus palabras se hicieron poesía. “Ahora, Madre, entiendo tu manto: de Nazarenos ahogados entre el dolor acumulado de los porrazos que la vida te golpea cuando menos estás preparado”. Ese manto, dijo, recoge las lágrimas de las madres que luchan en silencio, “de las que los vaivenes del día a día te consumen más todavía y esperan a verte para desahogar su agonía”.

Hay imágenes que parecen detenidas en el tiempo. Y otras que, aunque inertes, respiran. El Santísimo Cristo de San Pedro no camina, pero avanza en el alma de quien lo contempla. Así lo vio María Hurtado cuando, con la voz encogida, narró su primer reencuentro con Él al saber que sería pregonera: “¿Cómo no sentir ese dolor, Santísimo Cristo de San Pedro, al verte pasar a través de las calles estrechas, donde el silencio se rompe con el crujir de tu madera y el rachear del esparto sobre el suelo desgastado, al eco de tu ‘Miserere’ y entonaciones de quintas y sextas?”

En ese momento, lo esencial no fue hablar, sino ver. “La primera hermandad que fui a visitar fue esta”, confesó, “y ¿qué vi? Vi a ese Cristo que está allí, a lo lejos, en Santo Domingo, fundido en madera. Madera convertida en talla. Talla traducida a vida”. Porque en Marchena, el arte no es adorno, sino dogma: las imágenes respiran y sangran, y el Cristo de San Pedro es prueba de ello.

Fue en una visita posterior cuando la pregonera se atrevió a mirarlo desde más cerca, desde abajo, desde sus pies. Y en ese ángulo inédito descubrió una dimensión hasta entonces desconocida: “Tuve el atrevimiento de acercarme y, desde ese ángulo, pude percatarme de algo que jamás vi en la tarde del Viernes Santo: la dureza que padeciste. Tus manos moradas, tus brazos estirados, tus piernas fatigadas, tus pies ensangrentados y tu rostro, Señor, desfigurado”.

No lo dijo con aspavientos, sino con la seriedad de quien ha tocado el dolor. “Parece que vives, aunque estás recién muerto”, sentenció. Porque en el Cristo de San Pedro no hay dulzura ni calma, sino el espanto contenido de una muerte real. Y eso fue lo que más conmovió a María: la crudeza.

Recordó, entonces, aquella última vez que Marchena lo vio por sus calles, en andas y sin dosel, y comprendió por qué sus hermanos quisieron bordarle un dosel de terciopelo que disimulara las heridas: “Tuvieron que mandar hacer tal reliquia para que se pudieran disimular tus lesiones, tu frialdad, tus traumatismos, tus llagas y esa mirada perdida en busca de consuelo”.

El dosel, entendido como refugio, no como adorno. “Todo, Señor, para salvar a tu pueblo”. Porque no hay ornamento más sagrado que el que envuelve el sufrimiento. María lo entendió y lo explicó con una claridad conmovedora: ese dosel no es sólo belleza, es compasión. Un escudo bordado frente al horror.

La noche del Viernes Santo no se apaga del todo mientras quede encendida la mirada de una madre. Y en Marchena, esa madre tiene un nombre: María Santísima de las Angustias. A Ella se dirigió María Hurtado con un susurro convertido en plegaria, con ese respeto que sólo se puede tener hacia quien lo ha perdido todo y, sin embargo, sigue en pie.

“Madre, aunque eres modelo y maestra de la fe, me ha costado enfrentarme a ti”, comenzó diciendo. No porque no la amara, sino porque representa aquello que a nadie le gusta atravesar: “Representas una de las advocaciones que menos queremos sentir en nuestras vidas: la angustia, el temor, el miedo, la desesperación”.

La pregonera imaginó su dolor no desde la distancia, sino como hija, como madre, como mujer. Y se preguntó con temblor en la voz: “¿Qué día tan largo tuviste que pasar? ¿Cuál fue el más duro? ¿Su condena? ¿Las burlas? ¿Ver cómo caminaba y caía con la cruz? ¿Ver cómo lo crucificaban? ¿O tenerlo de nuevo entre tus brazos ya sin vida?”

La escena es desgarradora. Y María no la suavizó, no la embelleció con palabras vacías. Fue al centro del abismo, al instante exacto en el que la Virgen recoge a su Hijo muerto. “Ya no hay mayor espanto, pues llegó el instante. La palabra está cumplida. La muerte ha discurrido por las calles. Tu hijo, crucificado, ya sin dolor, esperando la salvación, su resurrección”.

Cada palabra fue tallada con lágrimas. “Madre, en esta noche teñida de luto, donde las calles de Marchena han intercambiado luces por sombras y el silencio se ha apoderado del murmullo, la cera de tus nazarenos va llorando por el suelo”. Esa cera que llora, como tú, como todos.

“Seis lágrimas de angustia resbalan por tu bello y blanquecino rostro, donde el sofoco del pánico que debiste sufrir le dan color a tu mejilla”, continuó, como quien ha sostenido la imagen entre las manos y ha sentido el temblor del alma. “Madre de negro y pálido corazón, aunque sintieras en tu garganta ese nudo que te hace callar, aunque sintieras en tu alma ese dolor que te ahoga aún más, aunque sintieras en tu corazón cien puñales al hincar… angustias más desamparadas quisieran los marcheneros quitar”.

El Sábado Santo en Marchena no es una noche de duelo, sino un umbral. Y ese umbral tiene forma de paso: el Santo Entierro, el “resumen del que todo lo consume”, como lo definió María Hurtado, con el corazón lleno y la voz hecha incienso. Porque tras la muerte, dijo, “es el poliedro perfecto, donde Cristo yacente, descendido de la cruz, triunfante, duerme por poco tiempo”.

No habló sólo del silencio ni de la solemnidad, sino del milagro tallado en madera. “Si hubiese sabido tu escultor, Jerónimo Hernández, que luego vendría un Guzmán Bejarano para dejarnos perplejos ante tan majestuosa obra, no se lo hubiese imaginado. Nada falta, Señor”. Y es que ese paso no es un paso: es un retablo andante que late con cada zancada.

Es un libro abierto, con capítulos de oro y lirios morados. “Es un retablo abierto que camina entre decorados con lirios pasionantes, que van haciendo justicia ante tu paso”. En sus esquinas, las cuatro esquinas del mundo: “¿Quién no ha mirado a sus esquinas, con sus evangelistas? A San Lucas, acompañado con la fuerza del toro. A San Marcos, con el poder del león. A San Juan, con el águila que todo lo divisa. O a San Mateo, con ese ángel que nos aguarda”.

Y allí, en el vértice de todo, en el centro geométrico de la fe, está Él: “Sí, porque en el vértice, en el extremo de tu poliedro, Señor, estás una vez más tú, transformado en polígono, para que podamos vivir a través de ti”. Un paso que, al avanzar, no pisa, sino que flota. “Da igual que subas a toda prisa con un izquierdo que rachea por el susurrar del paso del tiempo, ante un suelo desgastado y unas paredes que, si hablaran, Señor, quizás no seguirían en pie”.

Marchena no sólo lo contempla, lo acompaña. Y Él, a su vez, la guía en su ascenso hacia la esperanza. “Sigue subiendo hacia la mota más alta y atraviesa esa puerta medieval, esa que nos acerca más de ti, pues tu fe nos guía”.

Pero no va solo. Le siguen las que no fallan nunca. “Seguido de tus tres Marías: Salomé, Magdalena, María Cleofás, y la Verónica, que nos muestra tu Santa Faz”. Son ellas las custodias del silencio, las guardianas de ese cuerpo que duerme, pero que no ha muerto del todo.

Y María lo proclama con la certeza de quien lo ha sentido en carne viva: “Santo Entierro, que no te hemos enterrado. Que a tu sepulcro te hemos acompañado solo para que vuelvas a vivir, ahora sí, toda la eternidad”.

Cuando ya la Semana Santa declina, cuando las túnicas se guardan y el silencio vuelve a tomar las calles, una figura sigue en pie. Es la Virgen de la Soledad, coronada de estrellas, sostenida por la oración de un pueblo entero que, aunque la llama sola, nunca la deja sola.

Así la describió María Hurtado, con ese respeto que sólo se profesa a lo que es eterno. “Madre, eres modelo de amor, y das todo aunque te duela”, comenzó, en un tono de íntima veneración. “¿Cómo te llaman Soledad, con un pueblo que te corona y que sola no te deja estar?”

La contradicción de tu nombre no hace sino subrayar el consuelo que repartes. “Te llaman Soledad, pero en tu tiro te cobijan y no te dejan escapar. Te llaman Soledad, pero eres la madre de todos los marcheneros”, afirmó la pregonera, recogiendo ese anhelo callado que acompaña a tantos en la noche más honda del año.

Hay instantes que sólo Marchena entiende. Uno de ellos ocurre bajo tu palio, cuando los cirios titilan y las bambalinas tiemblan. María no lo dejó pasar: “¿Capatá, qué se siente cogiendo ese llamador de plata? ¿Dónde están puestas todas las plegarias de un pueblo? Saber que en ti está la voz que hace que los milagros se cumplan”.

No son versos, son verdades de fe. “Cuántos rezos de madre desconsolada hacia la madre de Marchena, Soledad Coronada”. Madres que encuentran en ti un espejo, un refugio, un bálsamo. Porque tú, aunque rota, sigues de pie. Porque tú, aunque te llamen Soledad, estás acompañada de todas las mujeres de Marchena: “baja, acordonada por mujeres que sola no te van a dejar, vestidas de manto y que no paran de rezar”.

Tu palio es más que orfebrería, es un cielo tangible. “Tu palio repleto de estrellas relucientes entre una palmera muy ducal que tiene siete hojas, una por cada hermandad”, dijo María, hilando historia, estética y símbolo en una sola imagen. “Tus bambalinas son lunas que se mecen sin parar, camino de ese sepulcro que vacío dicen que está”.

María nos lleva al instante último de tu tránsito por las calles, allí donde los adioses se pronuncian sin voz. “Soledad, abre un poco esas manos, déjalas de apretar, que desde mi ventana te lanzo una plegaria más. Recíbela: de cariño es igual de importante que las demás, pero esta tiene más peso. No, no es para mí. Es para quien tú ya sabes”.

Y en ese gesto final, en ese cerrar de manos, María Hurtado depositó el anhelo más profundo de todos: salud para quienes luchan. “No te olvides, Soledad, a por otro año de salud para los que están”. Porque si alguien puede guardar ese deseo, eres tú, que llevas siglos custodiando el dolor, la esperanza y la fe de Marchena.

“Cierra tus manos. El secreto dicho está. ¡Viva la Soledad Coronada! ¡Viva María sin pecado original!”. Con esa exclamación concluyó María su ofrenda, con el corazón en vilo y los ojos húmedos de quien ha comprendido que la Soledad no es ausencia, sino compañía fiel hasta el final.

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La Banda de Música Villa de Marchena estrenará la marcha ‘Entre Olivos y Palmas’ en su Concierto de Cuaresma

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La Iglesia de San Agustín se prepara para una de las citas más emotivas de la Cuaresma marchenera. El próximo sábado 5 de abril a las 20:45 horas, al término de la misa, tendrá lugar el Concierto de Marchas Procesionales ofrecido por la Banda de Música Villa de Marchena.

El concierto recorrerá los sonidos más representativos de la Pasión, y culminará con el estreno absoluto de la marcha ‘Entre Olivos y Palmas’, compuesta por el joven músico marchenero Luis Javier López López, miembro de la propia banda.

Esta nueva pieza musical nace del corazón y la devoción, ya que está dedicada a su Hermandad, la Hermandad de la Borriquita de Marchena, que cada Domingo de Ramos abre con luz y palmas la Semana Santa en la localidad. La marcha promete convertirse en un nuevo emblema sonoro del cortejo, evocando con lirismo la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén y el fervor infantil que cada año acompaña a esta salida procesional.

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El origen de la Hermandad de la Borriquita estuvo en la de Jesús Nazareno

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El origen de la Hermandad de la Borriquita estuvo en la de Jesús Nazareno según publicación de Manuel Antonio Ramos en la Revista del Consejo de Hermandades de este año 2019 citando fuentes de los cabildos de la Hermandad de Jesús Nazareno.
El domingo 1 de abril de 1951 tras la Semana Santa de ese año la Hermandad de Nuestro Padre Jesús celebra un cabildo de oficiales presidido por Juan Torres Ternero, rector y Julián García Bernáldez, vicerector, reunidos en el patio de San Miguel porque la sala de juntas está preparada para el almuerzo.
Se trataron temas relacionados con la mejora de los enseres como el paso de la túnica de cola del Nazareno a un nuevo terciopelo.
En el Cabildo se crea una comisión para  estudiar la creación de una hermandad para muchachos con salida de San Miguel y dependiente de la Hermandad de Jesús, denominada «Entrada en Jerusalén vulgarmente de la Borriquita cuyo estudio dará cuenta una vez consultado con la autoridad eclesiástica y se de salida el domingo de Ramos».
Se aprueba entonces crear una comisión que pueda concretar las cosas a realizar y su coste y que una vez conocida de cuentas a la Hermandad para su aprobación.  La comisión estaba integrada por Juan Torres-Ternero, Julián García Bernáldez, Manuel Aguilar, Federico Martínez Sánchez y Francisco Jiménez González. No hay más referencias escritas en las actas de esta hermandad, sobre la creación de la Borriquita.
Tras el cabildo se celebró un almuerzo al que asisten Ramón Aguilar Galindo y José Gonzalez coadjutores de San Juan y San Miguel y así aparece en las actas de la Hermandad de Jesús Nazareno tres años antes de la fundación de la Hermandad de la Borriquita por los frailes mercedarios en el Convento de San Agustín.
Los frailes mercedarios habían llegado a Marchena a propuesta de las monjas de San Andrés, Mercedarias Descalzas que en mayo de 1914 realizan gestiones con José María Salvador y Barrera, marchenero y obispo de Madrid quien animó a Enrique Almaraz y Santos, Arzobispo de Sevilla para que se ocupase el templo de San agustín por los mercedarios y se crease en el un colegio. El 25 de marzo de 1915 llegaron los frailes mercedarios.  40 años de la llegada al Mercedarias Marchena se dieron los pasos para fundar la que se ha creído primera cofradía dentro del convento mercedario.
Con motivo del VII Centenario de la creación de la Orden de la Merced, 1918 uno de los frailes del convento de San Agustín elaboró las reglas para crear una hermandad de la Virgen de la Merced, que luego fueron aprobadas según Manuel Antonio Ramos en «Devoción y culto a Nuestra señora de la Merced  de Marchena» presentado en el simposio histórico 800 años de huella mercedaria celebrado en Barcelona.

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Galería: La Hermandad de la Borriquita volvió a llenar de ilusión las calles de Marchena

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Borriquita

Una imagen para dos devociones: De la Correa Agustina a la Palma Mercedaria

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La Virgen de la Palma, fue en origen una devoción Agustina, con el nombre de Virgen de la Correa que tuvo su propia hermandad en el templo de San Agustín tal y como aparece en el listado de las hermandades en 1770. La Virgen de la Correa era la patrona de los seglares de los conventos agustinos. 
 La Hermandad de la Virgen de la Correa de San Agustín creada por los frailes agustinos constando su aprobación por Bula pontificia. Tenía su fiesta principal en Agosto.
La Virgen de Consolación y Correa era la patrona de los seglares agustinos y su nombre responde a una leyenda medieval según la cual la Virgen se apareció a San Agustín y Santa Mónica y mostrándoles una correa, les dijo: Así deberás vestir. Esta correa será siempre una muestra de mis especiales cuidados para ti y para tus hijos. Así fue como la correa, que es la del habito Agustino, pasó a tener un significado mariano.

Rápidamente el uso de la correa se extendió entre los seglares que estaban en contacto con las casas e iglesias agustinas. En 1.962 salió  la Virgen de la Palma que antes fue la Virgen de la Correa.
LOS FRAILES AGUSTINOS DE MARCHENA
Su papel en la peste de 1649 que hizo que el Ayuntamiento de Marchena concediese el copatronazgo a San Agustín en agradecimiento a los frailes agustinos que divulgaron devociones como el Cristo de Burgos, Santo Crucifijo o Cristo de San Agustín, Virgen de la Correa, o Virgen  de Regla. Los Agustinos estuvieron en Marchena desde 1566 hasta 1835. 
Ermitaños agustinos se instalan en Marchena en 1566 al final de la calle Santa Clara, en la Ermita de Gracia (Hospital de la Misericordia), calle Milagrosa, fundada por el ermitaño Luis Pérez en un solar donado por los Duques de Arcos.
En 1558 se realiza la  escultura de la Virgen de Gracia, atribuida a Roque Balduque quien ya habría hecho el cristo de la Vearacruz.  En 1590, dicho ermitaño dona la capilla a los Agustinos de Sevilla para que fundasen un convento. En 1591, llegaron los agustinos de Sevilla a Marchena. 
Virgen de Gracia atribuida a Roque Balduque. 
En 1616 los agustinos se  mudan a las casas de las beatas de Antón Gil al final de la calle Sevilla, un año después piden limosna para la nueva iglesia. Pero en 1649 aún no se había iniciado la obra del nuevo templo de San Agustín por lo que el dinero de las fiestas de ese año por la boda del Duque con Victoria de Toledo van para la obra que empieza en 1649.
Antigua ermita de la Virgen de Gracia. 
LA ORDEN AGUSTINA
La primera comunidad agustina la funda el propio Agustín en Hipona en el 391, que luego escribió la Regla, inspirada en la primera comunidad cristiana (Jerusalén). En el siglo V había aproximadamente 35 monasterios agustinos en África de donde la orden pasa al sur de España por monjes que huían de invasiones vándalas con dos puntos clave, la búsqueda interior de Dios y el movimiento eremita mendicante. 
Frailes Agustinos. 
Olvidada en el medievo la orden se reorganiza en 1243, tras la petición papal de que los eremitas toscanos se unieran bajo la la Regla de S. Agustín contando en 1250 con 61 casas en Inglaterra, España, Francia y Alemania, siendo ya una de las más importantes órdenes mendicantes en 1327, cuando el Papa le concede una casa en Pavía, junto al sepulcro de S. Agustín.

Juan Ponce de León, condenado a muerte por defender las ideas de Lutero en 1559

LUTERO
La orden entró en una profunda crisis después de que el agustino Lutero, pusiera en duda los dogmas de la iglesia. En España la orden vive su mayor esplendor gracias a Fray Tomás de Villanueva (1486-1555) Obispo de Valencia que envía los primeros agustinos a México más de trescientos misioneros y se expandió por toda América y Asia.
Los Ponce de León entregan a los Agustinos la ermita de la Virgen de Regla de Chipiona. 
Salida del Santo Cr5ucifijo de San Agustín en rogativas. El Cristo gótico procesionaba sobre un piña y tenía un dosel. 
DEVOCIONES AGUSTINIANAS
Llevaban consigo la devoción al Santo Crucifijo o Cristo de San Agustín, La Virgen de Gracia o la Virgen del Perpetuo Socorro o la Virgen de Regla, Virgen de la Correa o Virgen de Consolación. 

Cuando el Señor de Marchena enriqueció el monasterio de Regla en Chipiona

Según la leyenda, María consoló a Santa Mónica por la muerte de su esposo y el camino errado de su hijo Agustín. La invitó a vestirse de negro y ceñirse una correa que le entregó. Después de su conversión, muerta Santa Mónica, Agustín se vistió de igual modo y legó correa y hábito negro a sus discípulos en la vida religiosa.
La Virgen de la Palma, fue en origen una devoción Agustina, con el nombre de Virgen de la Correa. 
La de Regla es devoción leonesa traída a Andalucía en torno a 1365 por Ponces y Guzmanes, caballeros leoneses. Alonso Pérez de Guzmán funda el Castillo de Chipiona con el nombre de Regla y luego repuebla la ciudad con vecinos de Marchena, Arcos y otras villas. A través de una boda los Ponce reciben de los Guzmanes Marchena, Rota y Chipiona. Pedro Ponce de León reforma el Santuario de Regla en 1399 y lo entrega a frailes Agustinos.
LA DEVOCION  AL SANTO CRUCIFIJO
En los conventos agustinos surgieron cofradías dedicadas al culto del Santo Crucifijo. La denominación de Santo Crucifijo procede del convento agustino de Burgos, con el llamado Cristo de Burgos, Santo Crucifijo de San Agustín, Cristo de la Sangre o Cristo de San Agustín y se extiende por toda España, América y Asia llevada por los Agustinos.
EL CRISTO DE BURGOS
El Santísimo Cristo de Burgos y la Cofradía de las 7 Palabras - YouTube
El Cristo de la Catedral de Burgos. 
Todas las imágenes tituladas “de Burgos” están relacionadas entre sí con el crucificado agustino hoy conservado en la catedral de Burgos, con rasgos iconográficos comunes. El de la catedral de Burgos es un cristo articulado del XIV, gótico, de cabello natural y con una gran falda, cubierta de piel de bóvido y con leyendas relacionadas con apariciones y milagros y supuestamente traída por Nicodemo. 

Hoy función votiva del Ayuntamiento de Sevilla al Santo Crucifijo de San Agustín

La Hermandad del Cristo de Burgos de Sevilla, fundada por comerciantes burgaleses, posee una pequeña imagen que reproduce a escala la que se venera en la catedral burgalesa donada en 1950 por el Ayuntamiento de la ciudad castellana cuyo alcalde ostenta el cargo de hermano mayor honorario. El día 18 de noviembre de 1573 el licenciado Juan de Castañeda encargaba a Juan Bautista Vázquez «el viejo» una imagen de un Cristo crucificado que tuviese la forma del Santo Cristo de San Agustín de Sevilla. 
Cristo de Burgos de Sevilla obra de Juan Bautista Vazquez el Viejo. 
EL CRISTO DE SAN AGUSTIN EN SEVILLA Y ANDALUCIA
En Sevilla la Casa Grande de San Agustín estaba situada junto a la puerta de Carmona y fue centro de estudios, que servía para la preparación y adaptación de los frailes destinados a América.
Los agustinos llegaron a Sevilla con el Rey San Fernando en 1249 desde Córdoba y se instalaron en unas casas de la Puerta de Carmona. Una serie de señores entre ellos los Carranza beneficiaron al convento hasta que por fin los Ponce de León se convirtieron en sus patronos principales. Superaba los quince mil metros cuadrados.
Ortiz de Zúñiga dice que la imagen del Cristo fue hallada en 1314, y tenía una hermandad desde 1380, que era la más antigua de Sevilla después de la Veracruz y hacía estación de penitencia al humilladero de la Cruz del Campo a las tres de la tarde del Viernes Santo y sus cofrades eran los principales caballeros.
En el panteón bajo el altar mayor estaban enterrados todos los Señores de Marchena hasta el Marqués de Cádiz.
Antiguo convento de San Agustín de Sevilla en la Puerta de Carmona. 
CRISTO DE LA SANGRE EN ECIJA
En las reglas de Ecija queda clara esta influencia pues se reconoce que “la cual regla fue hecha y sacada por la que tienen los cofrades y hermanos del Santísimo Crucifijo del Señor San Agustín en la ciudad de Sevilla». También hay cristos de San Agustín en Castilblanco de los Arroyos, parroquia del Divino Salvador obra de Francisco Dionisio de Ribas. En Granada hacia 1520 la comunidad de religiosos agustinos calzados encarga a Jacobo Florentino, la talla del Santísimo Cristo de San Agustín (Granada). 
LA OBRA DE SAN AGUSTIN EN MARCHENA  
La Bejazz emociona a los marroquíes tras su gira por el norte del país – Marchena Noticias. Revista Saber Mas. Manda tus noticias mncomcomunicacion@gmail.com. 744486390
San Agustin atribuido a Ribera que se conserva en el coro del templo agustino de Marchena. 
Don Manuel Ponce de León, canónigo de la catedral de Sevilla y tras ser nombrado Duque, fue elegido caballero naviero de la orden de Calatrava en 1692, decide enterrarse en este templo. 
El Convento de San Agustín de Sevilla fue el enterramiento de los Ponce de León durante siglos. 
La intervención de los agustinos en la peste de 1649 hizo que el pueblo de Marchena hicera suya aquella obra y nombrase copatrón a San Agustín.  La obra se vio perjudicada por la crisis y el conflicto político y posterior separación entre el Duque Manuel Ponce de León y su esposa la Duquesa de Aveiro, Guadalupe Láncaster. El hijo y sucesor de ambos decide enterrarse en Avila malogrando asi la idea de panteon ducal para San Agustin.  
Iglesia del convento de San Agustín de Marchena. | Download Scientific Diagram
En 1682, Alonso Moreno se establece en Marchena hasta su muerte, dirigiendo las obras de la iglesia  ocupándose personalmente de la portada y fue nombrado maestro alarife de la villa por el Cabildo municipal y diseñando la Plaza Ducal. El Duque pensó encargar a Luca Giordano un lienzo para el altar mayor pero no se hizo.  
Lienzo de Lucas Jordan conservado en el convento de Santa Maria donando por Guadalupe Lancaster. 

Una joya de Lucas Jordán en el convento de la Concepción de Marchena

Tampoco se  colocaron las esculturas importadas de Génova para las seis hornacinas de la fachada ni se hizo la portada lateral, con hornacinas y esculturas. Finalmente fue la la viuda de D. Joaquín, Doña Ana Spínola de la Cerda, quien acelere su consagración. 
El 27 de Agosto de 1765 se bendijo  la iglesia y  en Enero de 1766 el duque Don Manuel es
enterrado en San Agustín procedente de Madrid.  En 1835 se van los Agustinos por la Desamortización y en 1915 llegan los mercedarios descalzos.
Guadalupe Láncaster. 

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