La popular expresión “vivir de cara a la galería” alude a la costumbre de actuar de puertas afuera, buscando la aprobación ajena. Su origen histórico proviene del mundo del teatro: antiguamente, en los teatros las localidades más baratas se ubicaban en la parte alta, la llamada galería, ocupada por espectadores menos exigentes. Por ello, los actores solían declamar hacia la galería para ganarse fácilmente los aplausos de ese público.
Con el tiempo, la frase trascendió lo teatral y pasó a definir esa actitud de “guardar las apariencias” en la vida cotidiana. En Andalucía —y especialmente en muchos pueblos de Sevilla— vivir de cara a la galería se asocia a una arraigada cultura del qué dirán, considerada por muchos una herencia de siglos de control social.
Pero, ¿de dónde viene este afán por las apariencias públicas?. Diversos historiadores señalan que las peculiaridades de la historia —desde la Inquisición y otros gobiernos autoritarios en periodos de inestabilidad social— fomentaron un clima de vigilancia mutua y temor al juicio social.
La Inquisición: fe pública y vigilancia social
En la Andalucía del siglo XVI, preparar este cocido judío típico del Sabbat llamado adafina o actual potaje podía delatar a un converso judaizante ante la Inquisición.
Pocas instituciones han cultivado tanto la obsesión por las apariencias públicas como la Inquisición sevillana en los siglos XVI y XVII. Establecida en Sevilla en 1480, la Inquisición impuso en Andalucía una auténtica cultura de la vigilancia religiosa. Sus métodos promovían la denuncia sistemática entre vecinos, amigos e incluso familiares, alimentando un clima de sospecha generalizada.
De hecho, a partir de 1500 se publicaban regularmente desde los conventos dominicos como los de Marchena y Osuna los llamados edictos de fe, bandos que “invitaban a la denuncia de aquellos que eran culpables” de cualquier desviación religiosa. La “obligación de denunciar a todos los sospechosos de herejía se extendía a todos los fieles, bajo pena de excomunión”
Ruta de la Inquisición por las calles de Marchena
En otras palabras, callar ante la falta ajena convertía al espectador en cómplice. Este principio acabó proporcionando a la Inquisición una inagotable red de informantes anónimos.
La delación anónima se normalizó al punto de institucionalizarse. La Inquisición contaba con la figura de los “familiares de la inquisicion”, colaboradores laicos repartidos por ciudades y pueblos. Eran, básicamente, informantes oficiosos: “una especie de policía, a menudo fanática, … que disfrutaba de los privilegios de un total anonimato”.
Ruta de la Inquisición por las calles de Marchena
Estos familiares del Santo Oficio tenían licencia para espiar y acusar sin revelar su identidad; sus nombres permanecían secretos incluso durante los juicios, garantizándoles impunidad, atentos a conductas “sospechosas” de heterodoxia en cada barrio. Así, cualquier detalle de la vida cotidiana podía volverse incriminatorio si no encajaba con la ortodoxia católica oficial.
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La religión se convirtió entonces en un teatro público obligatorio. Quien hubiera sido judío o musulmán converso al cristianismo tenía que demostrarlo constantemente de cara a la galería. Por ejemplo, los manuales de inquisidores enseñaban que bastaba con vigilar la cocina para detectar a un falso cristiano: “para encontrar un converso que judaizaba bastaba con seguir sus costumbres culinarias… Preparar [la adafina] o comerla… podía ser motivo de incriminación ante los tribunales de la Inquisición”marchenasecreta.com.
La adafina o olla del sábado – guiso que los judíos dejaban cocinando desde el viernes para respetar el sabbat – era precursora del actual puchero andaluz; sin embargo, en el siglo XVI, encender el fogón comunitario un viernes por la tarde levantaba sospechas de herejía. Un simple plato de garbanzos podía costarle a una familia la honra y los bienes.
Cuando comer puchero te hacía sospechoso a los ojos de la Inquisición
Efectivamente, la apariencia de piedad era asunto de vida o muerte. Tenías que ir a misa, abstenerte de ciertas comidas en Cuaresma, y hasta vigilar tus expresiones faciales: en 1530, por ejemplo, una mujer fue denunciada en Canarias “por haber sonreído cuando se mencionó a la Virgen María en su presencia”.
Cualquier gesto podía ser malinterpretado. Según el historiador Henry Kamen, “las delaciones por hechos de poca importancia eran la regla más que la excepción” en aquella sociedad vigilada. Otro caso insólito: en 1635 un anciano francés residente en Barcelona fue procesado porque un “amigo” declaró haberlo visto comer tocino con cebollas en día de abstinencia.
El denunciante argüía que, “siendo [el acusado] de una nación infectada de herejía (Francia), se presume que ha comido carne en días prohibidos en muchas ocasiones”. Este tipo de sospechas triviales –una sonrisa mal puesta, un bocado fuera de regla– alimentaron la maquinaria inquisitorial con miles de datos.
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La Inquisición de Sevilla y sus homólogas andaluzas crearon, en suma, una sociedad vigilante donde la reputación pública lo era todo: la fachada piadosa ante los demás garantizaba la supervivencia.
No en vano un contemporáneo escribió en 1538 que muchos ricos preferían exiliarse antes que “vivir toda su vida en temor y sobresalto de cuándo entrará un alguacil de la Inquisición por las puertas”, pues “mayor muerte es el temor continuo que la muerte misma”, según recogió un converso toledano en carta al emperador.
La delación estaba no solo socialmente aceptada, sino moralmente exigida por las autoridades religiosas. Para colmo, el propio sistema inquisitorial fomentaba los abusos: los delatores permanecían en el anonimato y, si sus acusaciones se probaban infundadas, apenas sufrían consecuencias.
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Las denuncias falsas florecieron como herramienta para ajustes de cuentas personales. Las Cortes de Castilla ya denunciaban en 1518 que el secreto absoluto era una “invitación al perjurio y al testimonio malévolo”.
En Granada, 1526, se criticaba que este sistema animaba la calumnia impune. Rivalidades vecinales, envidias y venganzas encontraron cauce en acusaciones de herejía.
Cabe añadir que la Inquisición contaba con un potente incentivo material para sostener este sistema de control: la confiscación de bienes. El Santo Oficio se financiaba precisamente incautando las propiedades de los reos. “Dependían exclusivamente de las confiscaciones de los bienes de los reos”, explica un estudio, lo que explica que “muchos de los encausados fueran hombres ricos”
Un memorial de la época criticaba mordazmente que “recia cosa es que si no queman no comen” insinuando que los inquisidores necesitaban condenar (y confiscar) para sostenerse. Así, tras cada acusación exitosa no solo había un celo religioso, sino a veces la perspectiva de lucro para la institución —y la oportunidad para algún delator de arruinar a un rival adinerado.
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En definitiva, durante siglos los sevillanos aprendieron a vivir bajo el escrutinio constante. Aparentar ortodoxia era la mejor defensa. El gesto devoto en público, la fachada intachable, se convirtieron en obsesión. Esa huella no desapareció fácilmente con la abolición del Santo Oficio en el siglo XIX; al contrario, algunos analistas señalan que la mentalidad de “policía de balcón” y la preocupación por las habladurías siguieron presentes en el tejido social andaluz, listas para reactivarse en el siguiente régimen autoritario del siglo XX.
Delación y miedo en el franquismo
Si la Inquisición fue el gran inquisidor religioso, la dictadura de Franco (1939-1975) supuso en Andalucía una nueva era de vigilancia ideológica y moral, esta vez con un sesgo político y nacional-católico.
La vida cotidiana en los pueblos y ciudades sevillanas quedó atravesada por el miedo a ser señalado como desafecto. Igual que siglos atrás con la herejía, cualquier indicio de desviación —política, religiosa o moral— podía desencadenar la denuncia de un vecino. Muchos españoles hicieron suyo aquel lema no escrito: “No te señales”. En la Sevilla rural, esto equivalía a vivir bajo la mirada vigilante de toda la vecindad.
Según la investigadora Conxita Mir, denunciar a otros se convirtió para muchos en “el primer acto de compromiso con la dictadura”. En los años de la posguerra, presentar denuncias contra rojos, masones o “desafectos” era una forma de probar la propia lealtad al Nuevo Estado y ponerse a salvo de las sospechas.
Más valía delatar que ser delatado. El miedo envenenaba las relaciones sociales, como explica el historiador Francisco Moreno Gómez: el franquismo creó un “ambiente social irrespirable y un encanallamiento moral de las relaciones sociales” en muchos pueblos, quebrando la confianza incluso entre familias y compañeros de trabajo.
En las localidades pequeñas de Sevilla, donde “todos se conocen”, la presión comunitaria redoblaba la crueldad de estas dinámicas: muchas veces el acusado adivinaba quién lo había denunciado, causando rupturas irreparables en el tejido social.
Un estudio sobre la posguerra española destaca cómo los informantes franquistas “ligaban su futuro a la suerte del régimen” al denunciar a vecinos o incluso familiares. Sabían que su estatus y seguridad personal quedaban atados a la supervivencia del Nuevo Estado.
Los archivos históricos rebosan de “miles de estas denuncias”, un aluvión de papeles que es testimonio de “toda la miseria moral de una sociedad construida y articulada en torno al miedo”.
La impunidad del delator era casi total, igual que en tiempos de la Inquisición: rara vez sufría castigo quien acusaba en falso. El régimen prefería tolerar incluso las calumnias antes que desalentar a sus informantes. Así, poco importaba la verdad; lo importante era generar un flujo constante de chivatazos que mantuviera atemorizada a la población.
Las autoridades franquistas establecieron redes formales e informales de espionaje vecinal. Había profesiones virtualmente obligadas a ejercer de ojos y oídos del régimen: porteros de fincas urbanas, guardas y alcaldes pedáneos debían reportar actividades sospechosas. En Sevilla capital, se vigilaban tertulias de café; en los cortijos y pueblos, el párroco, el guardia civil o el cacique local a menudo actuaban como centinelas ideológicos. Cualquier desvío podía ser reportado: desde no acudir a misa dominical hasta un comentario crítico con Franco en la cola del pan.
En la Nueva España “no se consienten caretas”, proclamaba la prensa falangista en 1936. Bajo tal presión, simular adhesión se volvió una cuestión de supervivencia social.
En los pueblos de la provincia de Sevilla, el silencio cómplice y la apariencia de conformidad fueron la norma durante décadas. Quienes abrigaban ideas distintas aprendieron a disimular. Muchos expedientes de depuración durante el franquismo se iniciaron por chivatazos vecinales que hoy resultan mezquinos: la viuda de un rojillo a la que se delata por no poner crespón negro en la fiesta del 18 de Julio; el jornalero acusado de “blasfemar” contra los curas; el maestro sospechoso de leer poesía de García Lorca
Con la muerte de Franco en 1975 y la llegada de la democracia, cabría pensar que esta cultura del postureo moral y la vigilancia mutua desaparecería. Sin embargo, el imaginario colectivo andaluz ya había incorporado en su acervo cierto instinto de guardar las apariencias. Frases hechas como “el trapo sucio se lava en casa” o “dar buen ejemplo” reflejan esa prioridad por la imagen pública. Y aunque la policía política cesó, la presión social entre iguales encontró nuevas formas de manifestarse.
Una presión que perdura
La herencia de la Inquisición legó un miedo ancestral a la desviación pública, un instinto de camuflaje social que aún asoma en expresiones populares y hábitos diarios.
La expresión “vivir de cara a la galería” sigue teniendo plena vigencia para describir esta realidad. En última instancia, refiere a vivir más pendiente de parecer que de ser.
Al final, la “galería” siempre estará ahí —ya sea el vecino, el colectivo o los followers—, pero es tarea de cada uno decidir cuánto poder le otorga sobre su propia vida. Y quizás la verdadera libertad consista en bajarse del escenario de vez en cuando, para vivir no para la galería, sino para uno mismo, rompiendo con siglos de guion impuesto.
Referencias:
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El País. “No quiero ir solo”: cuando el miedo al qué dirán nos impide hacer lo que nos gusta (20/02/2025)elpais.com.
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