
Hay platos que alimentan el cuerpo, y hay otros que alimentan la memoria. El gazpacho pertenece a esta última estirpe: no es solo una receta, es una alquimia sencilla que encierra la historia de un pueblo entero en un cuenco de barro. Porque el cazpacho de antaño se hacia con una machacadera de madera en un recipiente de barro.
Mucho antes de que la ciencia descubriera las bondades del gazpacho para la salud, las manos moriscas, con hambre de sombra y frescor, domesticaban el agua a través de acequias, albercas y aljibes con la misma pericia que mezclaban pan duro, vinagre, agua y aceite en un mortero. No había tomates todavía —porque aún no habían llegado de América— pero ya existía desde tiempos romanos una sopa fría a bvase de pan, que ya usaban los legionarios refrescar el alma en mitad del sol.

Lo que la ciencia dice es que el gazpacho tradicional muestra actividad antitumoral frente a células de cáncer de colon. El gazpacho, es capaz de detener el crecimiento e incluso inducir la muerte programada (apoptosis) de células tumorales de colon en laboratorio. El efecto beneficioso es mayor cuando se consume gazpacho fresco y recién preparado.
Con el tiempo, la huerta fue incorporando nuevos colores: el rojo del tomate americano que vieron por vez primera las tierras sevillanas y gaditanas de Rota, Chipiona o Los Palacios, el verde del pimiento, la acidez de la cebolla, el frescor del pepino. Y así, lo que empezó como un plato de pobres se convirtió en el oro líquido de los veranos andaluces.
La primera ciudad española que acogió el tomate y el resto de alimentos americanos, fue Sevilla, en torno a 1540, debido a su papel como principal puerto de llegada de mercancías procedentes de América.
En 1608, existen documentos en forma de listas de la compra para el Hospital de la Sangre en Sevilla que indican la presencia de tomates y pepinos, primera referencia escritas sobre el uso del tomate en Andalucía.
Entre 1645 y 1646, el pintor sevillano Bartolomé Esteban Murillo realizó la obra «La cocina de los ángeles», donde se muestra la preparación de un plato con tomates, lo que evidencia su presencia y uso en la cocina sevillana de la época
El gazpacho no solo es una joya culinaria, es una herencia. Cada casa guarda su secreto, cada abuela tenía y tiene su medida, cada familia su rito. Y así, el gazpacho se convierte en algo más que un alimento: es un espejo donde nuestra memoria se reconoce.
Antes de la epidemia de prisa, se sacralizaba lo cotidiano. Hoy, en cambio, vivimos de urgencias y pasillos refrigerados. Hemos cambiado la acequia por el lineal del supermercado. Ya no se suda ni se nos pasa por el alma y la memoria el gazpacho: se compra. Ya no se concelebra el ritual del mortero: se agita la botella. Ya no se dice ni se piensa:
Bendito seas, tomate, fruto del sol y de la paciencia, devuelvenos la memoria de lo que somos. Bendito seas, pan, hazte cuerpo de este alimento, como se hizo el trigo alimento del mundo. Bendito seas, vinagre, pulso de antiguas bodegas, alma de madera. Bendito seas, pimiento frescor de alborada, danos perfume aen el corazón del verano.
Bendito seas, aceite padre, oro líquido que alumbraste templos en Jerusalén y mesas en Iberia. Símbolo de paz, y de luz, tráenos tu suavidad sagrada. Y bendita seas, madre agua, melodía madre, puente, origen. Damos gracias a quienes sembraron, segaron, quienes molieron, amasaron. Amén, y que no falte.
El gesto antiguo de abrir surcos en la tierra ha sido sustituido por el automatismo de mover una mano y echar gazpacho de un envase. Ya que Andalucia es diálogo entre lo popular y lo culto cabe preguntarse qué dirían dos sabios andaluces como Quintero y Gala, y sobre todo nuestros abuelos ante esta escena.
—Jesús, ¿tú sabes que este gazpacho de bote tiene más química que un amor de verano? —pregunta Antonio Gala, mirando de reojo un bote de gazpacho premium edición limitada en la estantería de un supermercado en la misma tierra que no hace mucho fue huerta.
—Yo no quiero ese gazpacho, Antonio —responde Quintero.
-¿De que hablan?. Preguntan dos labriegos Antonio y lola, que pasaban por alli.
—¡El gazpacho del supermercado, hijo! Que tiene más conservantes que verdades una campaña electoral.
Él, con la cara curtida como un sarmiento viejo. Ella, con el delantal aún perfumao de pimiento y ajo. Observan la escena con esa mezcla de guasa y tristeza que solo se ve en los pueblos que han visto morir su forma de vivir sin que nadie les pidiera permiso.
—¿Has visto tú esto, Lola? —dice Antonio, meneando la cabeza—. Donde antes abríamos acequias, ahora se abren plásticvos y avanzan como autómatas entre carritos de compra. Antes sudábamos el gazpacho, ahora lo enfrían otros en fábricas a mil kilómetros.
—¡Y lo venden como “auténtico sabor andaluz”! —salta Lola—. ¿Qué va a saber esa gente de gazpacho, si no ha plantao un tomate en su vida?.
—Yo sí que hacía gazpacho auténtico —añade con arte—. Bajo el olivo, al mediodía, mientras mi padres y mis hermanos segaban el campo y yo, con el lebrillo, hacía el gazpacho.
—¡Eso era arte! —grita Antonio, sin vergüenza—. Ahora, que hay que escanear un código pa saber si el gazpacho lleva algo que crezca en la tierra. Lo que lleva este cartón es poca vergüenza.
—El consumismo salvaje, queridos —interviene Gala, ajustándose la chaqueta como quien se prepara para una misa—, no solo nos quitó el ritmo de vida en el campo: nos quitó el paladear una buena conversación, el tiempo y hasta la sombra del olivo. A cambio, nos dio climatización, fechas de caducidad, hipotecas… y silencio.