La historia del origen moderno de la devoción a la Virgen de la Soledad, está íntimamente unido a la monarquía, a través de la Casa de los Austrias y es un ejemplo de cómo los Reyes y reinas influían en el pueblo. El camino continúa por la campiña hasta Marchena, señorío de los Ponce de León. En sus iglesias y antiguas capillas ducales —con el recuerdo del gran mausoleo de San Pedro Mártir y la memoria del colegio de Santa Isabel— y el Palacio ducal donde reina la Soledad que mantiene el cánon clásico.

Tanto en Madrid como en Osuna y Marchena, la Soledad se convirtió en una imagen de recogimiento y viudez, vestida de negro con toca blanca, con ráfaga y rosario, y rodeada de un halo caritativo y social. A través de estas hermandades, la devoción unía el poder cortesano, el linaje nobiliario y el pueblo llano en torno a una misma Madre que, en soledad, aprendía a llorar en silencio.
María de la Cueva, condesa de Ureña y figura decisiva del mecenazgo en Osuna durante el siglo XVI, impulsó un amplio programa de fundaciones religiosas, docentes y asistenciales junto a su esposo Juan Téllez-Girón. Su huella se proyectó después en la Campiña sevillana a través de los Ponce de León en Marchena, donde la devoción a la Soledad quedó ligada al patronazgo ducal y a sus capillas.

Entre las obras promovidas por María de la Cueva y su esposo destacan la consolidación de la Colegiata y sus capillas, la Universidad (bula de 1548), y diversos conventos y hospitales vinculados a la reforma espiritual y la atención a pobres y enfermos (Santa Ana, Calvario, Encarnación, entre otros). Estas fundaciones ordenaron el paisaje religioso y académico de la villa y fijaron un modelo de caridad (charitas) coherente con su entorno cortesano.
Históricamente hubo una “Cofradía de Ntra. Sra. de la Soledad y Santo Entierro de N. S. Jesucristo” en Santo Domingo, con Reglas aprobadas el 10 de marzo de 1560 (Provisor Juan de Ovando). Salía el Viernes Santo por la tarde y figura entre las más antiguas de Osuna hasta su desaparición en el XX

Fallecida en la corte en abril de 1566, sus restos reposan en la Colegiata de Osuna, en el ámbito funerario de su linaje, junto a su marido. La elección subraya el carácter de panteón catedralicio que la familia proyectó para la villa.
Marchena: patronazgo y memoria de los Ponce de León. En Marchena, sede del ducado de Arcos, la casa Ponce de León sostuvo capillas y cultos propios. La Iglesia de San Pedro Mártir (Santo Domingo) actuó como mausoleo ducal —donde dispuso ser enterrado Rodrigo Ponce de León (III duque de Arcos, †1630)— y el convento/colegio de Santa Isabel conserva la sepultura de doña María de Toledo, consorte ducal. En este marco se integra la Virgen de la Soledad de Marchena, cuya iconografía (viudez castellana, toca blanca, ráfaga y cruz) reproduce el modelo cortesano difundido desde Madrid y asumido por los patronos locales.

El origen de la Virgen de la Soledad se remonta a la corte de Isabel de Valois y su camarera doña María de la Cueva, condesa de Ureña mujer influyente en Osuna y Marchena, fundadora de conventos ursaonenses y de la Universidad local junto a su esposo, Juan Téllez Girón. Viuda y al servicio primero de Isabel de Portugal y después de Isabel de Valois, fue ella quien intervino decisivamente en el nacimiento de esta tradición.
La condesa, y la reina, devotas de San Francisco de Paula y muy ligada a la orden de los Mínimos, tuvo como confesor a Fray Diego de Valbuena, religioso del convento de La Victoria en Madrid, fundado junto al Alcázar tras el traslado de la corte desde Toledo. Este convento, hoy desaparecido tras la desamortización, se convirtió en centro espiritual de la corte y en escenario de los primeros pasos de la devoción a la Soledad.

Según relató en el siglo XVII el padre Antonio Ares, Dpña María de la Cueva llevó al Palacio real a Fray Diego y éste introdujo en palacio al fraile Simón Ruiz, con cierta habilidad en pintura.
Fue él quien, al contemplar en el oratorio de la reina un lienzo francés de la Virgen de la Soledad —la Virgen arrodillada al pie de la cruz tras depositar el cuerpo de Cristo en el sepulcro—, pensó en pedir la imagen para el recién fundado convento. La condesa de Ureña, prudente, prefirió no privar a la reina de un cuadro de origen familiar, pero propuso la idea de hacer una copia o incluso una escultura que pudiera procesionarse.
La elección del escultor recayó en Gaspar Becerra, discípulo de Miguel Ángel en Roma y entonces ocupado en el retablo de las Descalzas Reales. Becerra aceptó el encargo, pero se vio incapaz de concluir la talla —de hecho modeló dos cabezas que no resultaron del agrado de la reina— hasta que, según la tradición, una voz en sueños le indicó que utilizara un tronco de roble de una chimenea que no se había quemado aún. Con esa madera talló finalmente la cabeza y manos de la Virgen de la Soledad, consideradas de una perfección excepcional.

Gaspar Becerra.
La reina Isabel quedó satisfecha con la obra y dispuso que fuese trasladada al convento de La Victoria. La bendición solemne se fijó para el 8 de septiembre de 1565, festividad de la Natividad de la Virgen. Estuvieron presentes en aquella ceremonia la reina Isabel de Valois, su cuñada la princesa Juana de Portugal, los grandes de España con sus séquitos, los músicos de la Capilla Real y, por supuesto, doña María de la Cueva, verdadera artífice de la nueva advocación.

La talla se recibió aún sin vestir, pero pronto surgió la cuestión de cómo debía vestirse a la Virgen. Hasta entonces las imágenes marianas solían llevar mantos de colores, en recuerdo de la tradición hebrea. Fue entonces cuando doña María de la Cueva ofreció una solución que marcaría la iconografía futura: vestirla con sus propios trajes de viuda castellana, de luto riguroso y toca blanca.
El gesto tuvo defensores entre los teólogos de la época. Antonio Ares recordaba que la Virgen, al presenciar la muerte de su Hijo, ya vestía como viuda de su marido San José, y que el propio manto de duelo fue echado sobre su cabeza como señal de recogimiento. En aquella escena, las mujeres de Nazaret que la acompañaban —también viudas— cubrían su cabello recogido con largas tocas o lienzos blancos que caían hasta la cintura.

La tradición popular recogía además una creencia piadosa: cuando Cristo fue despojado de sus vestiduras en el momento previo a la crucifixión, su madre habría corrido compasiva a cubrirlo con su propia toca blanca. Esta interpretación, transmitida por San Anselmo, Samuel Ventura y otros autores medievales, se incorporó a la iconografía posterior de la Soledad.

La iconografía se completó con un gesto singular: las manos unidas. Según la tradición, tras enterrar a su Hijo, la Virgen regresó con las santas mujeres a Jerusalén y, al pasar de nuevo por el Calvario, cayó de rodillas ante la cruz. Su cuerpo desfallecido estuvo a punto de desplomarse, pero para no caer al suelo juntó las manos y entrelazó los dedos, conteniendo además el llanto para que los demás no la vieran llorar. Por este motivo se representa desde entonces con las manos unidas, gesto que expresa tanto la fortaleza interior como el recogimiento de su dolor. Los discípulos, movidos por compasión, le prepararon una pequeña estancia junto al Calvario, una especie de casita desde la que pudo permanecer cerca de la cruz, cuidada y acompañada en aquellas horas de soledad.

De este modo, la indumentaria de viuda castellana elegida por María de la Cueva para la Virgen de la Soledad, no solo respondía a un simbolismo cortesano del siglo XVI, sino que entroncaba con antiguas tradiciones judeocristianas y relatos devocionales. Las largas tocas blancas y el vestido negro evocaban tanto el luto hebreo como el recogimiento castellano, creando una imagen profundamente reconocible y cargada de resonancias espirituales.

La talla, una vez concluida y recibida en el convento de la Victoria, fue enriquecida y lucía una diadema de plata , un gran rosario negro, semejante al que llevaban las viudas de la nobleza castellana y una ráfaga de plata y a su derecha se situó una cruz de madera vacía, recuerdo de su Hijo crucificado. La imagen descansaba sobre un pedestal en cuya parte central se grabó la palabra “Charitas”, emblema de la orden de los Mínimos del convento de la Victoria.

En 1567 se fundó la Cofradía de Nuestra Señora de la Soledad de las Angustias en el convento de la Victoria de Madrid, integrada por los reyes, la infanta, los nobles cortesanos, altos funcionarios de los Consejos y servidores de la Casa Real. El cronista Antonio de León subraya que incluso los mancebos principales de la corte se contaban entre sus cofrades. Sus fines iban más allá del culto: la hermandad se encargaba de enterrar a los ajusticiados, de atender a religiosos extranjeros enfermos, de cuidar a convalecientes pobres y de acoger a niños abandonados.

El momento culminante de esta cofradía era la procesión de la Virgen de la Soledad en la tarde del Viernes Santo. A las tres en punto salía la imagen del convento de la Victoria, acompañada por la nobleza y las familias más acomodadas de la corte. El recorrido llevaba hasta el Alcázar Real, donde la familia real la recibía y veneraba. Abría el cortejo un impresionante cuerpo de dos mil penitentes de sangre, disciplinantes que se flagelaban públicamente y cargaban pesadas cruces a hombros, configurando una de las manifestaciones de penitencia más sobrecogedoras del Siglo de Oro madrileño.
El culto a la Soledad hundía además sus raíces en Tierra Santa. Ya en 1480 el dominico Félix Fabri relataba la tradición de la “estación de María” en el Calvario, donde la Virgen habría permanecido treinta y seis horas en soledad entre la muerte y la resurrección de Cristo. Ese recuerdo, unido a la nueva iconografía impulsada desde la corte de Isabel de Valois y la intervención de la condesa de Ureña, consolidó un modelo devocional que pronto se expandió por todo el ámbito hispánico.

La tradición tuvo también un fuerte arraigo en Andalucía. En Sevilla, la Hermandad de la Soledad de Sevilla fue fundada en 1549 y la del convento de la Victoria de Madrid en 1565. En Marchena, la Hermandad de la Soledad se fundó en 1567 en la iglesia de Santa María de la Mota, pocos años después de la bendición madrileña.
Este modelo fundacional tuvo un fuerte eco en Andalucía. En Sevilla, la Hermandad de la Soledad tiene su primera constancia en 1549 y aprobó reglas en 1557. En Marchena, la Hermandad de la Soledad se fundó en 1567, apenas dos años después de la bendición madrileña, con semejanzas notables: la manera de vestir a la Virgen, la ráfaga en forma de herradura, la vinculación con la nobleza local y su función asistencial.

La imagen marchenera obra de Gaspar del Aguila, se veneraba en la capilla privada de los Ponce de León en el castillo ducal, lo que refuerza el vínculo entre la familia de los duques de Arcos y los Téllez Girón, emparentados por varias ramas con la casa de Osuna y con doña María de la Cueva.

Documentación archivística confirma el vínculo matrimonial directo entre las casas Ponce de León (Arcos) y Téllez-Girón (Ureña/Osuna): Rodrigo Ponce de León, I duque de Arcos, casó primero con Juana Téllez-Girón y después con su hermana María Téllez-Girón; de este segundo matrimonio nació Luis Cristóbal Ponce de León, II duque de Arcos. Además, María de la Cueva y Toledo (condesa de Ureña) y María de Toledo y Figueroa (esposa de Luis Cristóbal) comparten ascendencia directa en la Casa de Alba, por lo que eran parientas colaterales, primas de distinta generación..

En Marchena, además, la forma de vestir a la Virgen conectaba con las propias mujeres del pueblo, pues el traje de manto y saya con el que acudían a misa las marcheneras guardaba una estrecha semejanza con el luto castellano que inspiró a doña María de la Cueva.
El destino quiso que doña María de la Cueva, protagonista esencial en esta historia, falleciera apenas unos meses después de la bendición de la imagen, en abril de 1566. Su legado, sin embargo, quedó fijado para siempre en la tradición de la Virgen de la Soledad, que desde Madrid se expandió a Sevilla, Marchena y al resto de la monarquía hispánica.
FUENTE: El libro es “Relación histórica del ilustre y milagroso origen de María Santísima en su triste Soledad, que se venera en el Convento de la Victoria, Orden de los Mínimos, de la Villa de Madrid” (Madrid, 1719), escrito por el fray Francisco de Paula Sopuerta, O.Mín..
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