OPINION.-En una noche cualquiera, en un pueblo que parece salido de un guion de película de Almodóvar mezclado con un capítulo de Black Mirror, hay veces en que te encuestras inmerso en lo que solo puedo describir como un escape room a cielo abierto, pero con un giro muy, muy andaluz y donde lo más sensatoo a veces es salir huyendo.
Imagínate paseando tranquilamente por las calles adoquinadas, disfrutando de la brisa nocturna, cuando de repente, desde la lejanía, un saludo te hace girar la cabeza. No es un saludo cualquiera, es el preludio de una aventura que no has elegido, protagonizada por un personaje que desafía toda lógica. Este individuo, cuya relación contigo es tan distante como la de un esquimal con la playa, decide que es el momento perfecto para una demostración de afecto que roza lo heroico, o lo temerario, según se mire.
Ahí no acaba la cosa. El pueblo se convierte en un laberinto donde cada esquina esconde un personaje más peculiar que el anterior, del que huir. Desde aquellos cuyo mayor hobby parece ser redistribuir su riqueza de manera muy insistente en las esquinas más sombrías, o en los despachos más notorios, hasta los maestros del chisme que, sin duda, harían palidecer a los creadores de cualquier telenovela de sobremesa.
Y cómo olvidar a los artífices de mitos políticos, esos que cambian de bando con la facilidad con la que uno cambia de calcetines, siempre listos para reclutarte en sus cruzadas personales. Están tan entregados a sus causas que casi puedes ver cómo sus dramas personales se materializan en el aire, como si fueran un producto más a ofrecer en el mercado del pueblo.
Entre todo este caos, el desfile de supuestas tradiciones e identidades heredadas, por mas que nadie ivestigue nio sepa cual es en verdad esa identidad, hace tiempo perdida. Sin olvidar innata afición por ir guardando las apariencias con una destreza digna de cualquier espía de la Guerra Fría y observar toda esta hoguera de las vanidades, es un deporte en sí mismo, lleno de intriga y suspense dignos de una novela de Agatha Christie.
Por no hablar de las hordas de preadolescentes iletrados e ineducados que te amenazan con un patinete eléctrico, o de los vendedores de cualquier trozo de papel o de cualquier trozo de humo y que uno tiene que ir esquivando por la calle inexorablemente como si de un escape room se tratara.
El pueblo se transforma en un escenario donde todos parecen querer reclutarte para su causa, su drama, su momento de gloria. Es una danza constante de personalidades, ideologías y, por supuesto, tradiciones que si no abrazas con fervor, te convierten automáticamente en un outsider, un ser de otra dimensión que observa perplejo el espectáculo.
Y en medio de todo esto, si tienes la suerte (o la desdicha) de ser considerado para un puesto de trabajo, prepárate para el interrogatorio sobre tus creencias, tu ideología, y cómo estas se alinean con el tejido social del lugar. Es un baile delicado, un juego de máscaras donde el premio es la aceptación, o al menos, la tolerancia, que resulta bastante agotador.
Así que ahí lo tienes, un escape room, donde el objetivo no es salir, sino sobrevivir, mantener la cordura, seguir siendo uno mismo y, con suerte, encontrar un momento de paz o de cultura o de cordura en medio del ruido.
Pero, como diría Jorge Drexler, quizás lo más hermoso sea encontrar ese instante de silencio, ese respiro en medio del caos, ese momento en el que, contra todo pronóstico, encuentras la belleza en la locura colectiva de un pueblo un poco loco. Porque al final, ¿qué sería de nosotros sin estos pequeños escapes que nos recuerdan que la vida, con todas sus peculiaridades, sigue siendo una aventura digna de ser vivida?.
Dónde quedó la sencillez, la alegría, y la autenticidad que caracterizan nuestros pueblos y su gente. Dónde lo que verdaderamente importa: la vida, la convivencia pacífica, hacer de la calle un espacio de felicidad compartida, y no de toxicidad añadida, más allá de diferencias o conflictos superficiales, porque al final comparado con lo eterno, que son los egos humanos, sino hogueras de vanidades.
Dónde quedó no creerse nada: esencia del andaluz. Ahora no solo lo creen todo, sino que lo usan como armas arrojadizas creando un ecosistema tóxico. Cada vez hay más comportamientos mecánicos o «robotizados» por la desconexión con los valores esenciales.
Mantengamos limpias las calles que a diario transitamos, de negatividad y promovamos la autenticidad y la cordialidad. Hay que desprogramar actitudes y comportamientos que nos deshumanizan, volvamos a la sencillez y hagamos de nuestros pueblos, lugares llenos de vida, alegría y sencillez si no queremos que esa toxicidad se convierta en un aire irrespirable que invite a marcharse con urgencia.
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