En el ocaso del verano de 1557, un noble andaluz contemplaba los campos de Flandes cubiertos de bruma y pólvora. Se llamaba Luis Cristóbal Ponce de León, II duque de Arcos, un aristócrata nacido en Rota (Cádiz) y enterrado en Santo Domingo de Marchena que estaba a punto de dejar su impronta en la historia europea.
Desde joven mostró inquietudes intelectuales –se decía de él que “siempre estaba sobre los libros”, reflejo de su vocación humanista. Con poco más de veinte años asumió plenamente sus títulos de Duque de Arcos, Marqués de Zahara y Señor de Marchena, administrando vastos dominios en Andalucía. Pronto, sin embargo, su destino lo alejó del sol del sur para llevarlo a las nieblas del norte: Flandes.
II duque de Arcos desde 1530 por la muerte de su padre era nieto del Marqués de Cádiz. Ostenta también los títulos de IV Marqués de Zahara, Señor de Villagarcía, II Conde de Casares, IX Señor de Marchena. Hijo de Rodrigo Ponce de León y de su tercera mujer, María Téllez-Girón. Casó con María Suárez de Figueroa, hija de Lorenzo Suárez de Figueroa, III Conde de Feria y entre sus hijos estuvieron Rodrigo Ponce de León y Cabrera, que pasará a ser el III Duque de Arcos, Luis Ponce de León, que murió sin tomar estado, y el Fraile Pedro Ponce de León, religioso dominico, Obispo de Ciudad Rodrigo y de Zamora. Ocupó el cargo de Alguacil Mayor de Sevilla.
En la segunda mitad del siglo XVI, Flandes era un polvorín donde convergían la rebelión protestante y la rivalidad entre España y Francia. Felipe II necesitaba hombres de confianza para sostener sus ejércitos en aquellos territorios rebeldes. Luis Cristóbal fue uno de esos hombres. En 1557, embarcó hacia los Países Bajos como capitán general de una armada que transportaba “cinco mil españoles” listos para combatir.
Participó en la campaña de Picardía de 1557, distinguiéndose en la jornada de Dourlens –cerca de la ciudad de Doullens, en el norte de Francia– donde combatió con valor; en aquella acción perdió la vida su primo Manuel (hijo del conde de Bailén), lo que subrayó el precio familiar del deber.
Eran los estertores de una guerra que pronto llegaría a su fin con resonantes victorias españolas, como la de San Quintín (1557) o Gravelinas (1558), y con la posterior firma de la paz. El duque de Arcos estuvo en el corazón de esas campañas, coordinando tropas, suministros y estrategia. De hecho, encabezó la escuadra naval que llevó dinero y refuerzos desde la Península para apuntalar el esfuerzo bélico en Flandes.
Acompañó al propio Felipe II durante su estancia en los Países Bajos y, según las crónicas, costeó de su propio bolsillo parte de la estancia de la corte española en aquellas tierras. Esa generosidad y entrega no solo evidenciaban su inmensa riqueza sino también su compromiso personal con la causa de su rey.
España recurría entonces a los temibles piratas de Dunkerque –corsarios flamencos al servicio de la Corona– para hostigar las naves y puertos de los rebeldes protestantes. Estos lobos de mar, una suerte de brazo irregular de la marina española, debilitaban las rutas de comercio de los enemigos de Felipe II. Bajo la coordinación de los generales hispánicos en Flandes, entre los que figuraba el duque de Arcos, las acciones de los corsarios se convirtieron en un arma crucial para mantener a raya a los rebeldes y defender la causa católica en el Mar del Norte.
Rehén de la paz y arquitecto de la reconciliación hispano-francesa
Tras años de sufrimiento, las hostilidades entre España y Francia concluyeron con la Paz de Cateau-Cambrésis (1559). A sus 30 años, Luis Cristóbal Ponce de León se encontraba no solo entre los vencedores, sino también entre los garantes de la paz. Como señal de confianza y al mismo tiempo de la alta estima entre las coronas, se acordó un curioso gesto diplomático: ambos bandos dejaron rehenes de alto rango para asegurar el cumplimiento del tratado. El duque de Arcos fue uno de ellos: quedó en calidad de rehén junto al duque de Alba, Guillermo de Nassau (príncipe de Orange) y el conde de Egmont, sirviendo de garantía viva de que ni españoles ni franceses quebrantarían lo acordado.
Liberado una vez asegurada la paz, Felipe II no dejó que el duque regresara aún a la comodidad de sus dominios en Andalucía. La Monarquía lo necesitaba en otro frente, esta vez sin espadas ni cañones: la diplomacia. En 1560, Luis Cristóbal fue nombrado embajador de España en la corte de Francia, que tras la muerte del rey Enrique II estaba bajo la regencia de la astuta Catalina de Médici, madre del joven Carlos IX. Así, el veterano de Flandes cambió la armadura por el terciopelo de embajador, internándose en los salones del Palacio del Louvre donde cada gesto y cada palabra podían significar guerra o paz.
Estuvo presente en la firma formal de la paz de Cateau-Cambrésis en abril de 1559 –acto solemne que culminó los acuerdos de paz y selló la alianza matrimonial entre Felipe II y Elisabeth de Valois, hija de Enrique II.
El propio Carlos IX de Francia, aún adolescente pero ya rey, mostró gran aprecio hacia el embajador español. En un gesto cargado de simbolismo y cortesía, el monarca francés obsequió a Luis Cristóbal con un anillo de diamantes valuado en 8.000 ducados y una lujosa silla de montar de plata.
Como embajador, le tocó también ser anfitrión y protector de personalidades españolas en Francia.
El regreso a casa, la rebelión de las Alpujarras y un último honor
Cumplida su misión diplomática, Luis Cristóbal Ponce de León volvió a España a mediados de la década de 1560. Después de años de ajetreo internacional, optó por retirarse de la primera línea pública y establecerse en sus dominios andaluces. Hizo de la villa de Marchena (Sevilla) su refugio, dedicando tiempo a sus fincas, a la administración local y, cómo no, a sus queridas letras y libros. La historiografía local lo recuerda en esos años como un mecenas y “amigo de las letras”, protector de escritores y humanistas.
En 1568 estalló en el Reino de Granada la Rebelión de los Moriscos, también conocida como la Guerra de las Alpujarras, una sangrienta insurrección de los descendientes de musulmanes contra la Corona. Para 1570, la sublevación se había extendido a las sierras de Ronda y las Alpujarras occidentales, amenazando la estabilidad de Andalucía. Pese a no ocupar ya cargo oficial, el duque de Arcos no dudó en ofrecer de nuevo sus servicios militares al rey para sofocar la revuelta. Con la lealtad de sus antepasados, Luis Cristóbal reunió sus mesnadas y acudió al llamamiento real. Se le encomendó dirigir parte de las operaciones en la Serranía de Ronda, foco importante de la rebelión.
Aquel año, el duque llegó a la villa de Istán (Málaga) desde Cádiz al mando de 4.000 soldados de infantería y 150 jinetes. aunque la orografía jugó a favor de los moriscos –que huían y volvían a esconderse entre peñas– logró capturar centenares de insurgentes y rescatar cautivos. Las crónicas cuentan que una de sus compañías sufrió una emboscada cerca de Monda, pero el duque supo reponerse y hasta pidió refuerzos a la flota de galeras para cercar a los rebeldes desde la costa.
En recompensa por su ayuda, Felipe II decidió honrarlo con uno de los puestos de mayor prestigio del reino: el virreinato de Valencia. Ese mismo año, 1573, antes de partir a Valencia, Luis Cristóbal enfermó gravemente y falleció en Madrid el 9 de octubre, a los 45 años. . Le sucedió en los títulos su hijo Rodrigo Ponce de León, nacido de su segundo matrimonio, asegurando la continuidad de la casa ducal.
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