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Cristo de San Pedro

GALERIA Así se vivió la salida del Cristo de San Pedro desde el interior del templo

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Actualidad

“Ahora madre, entiendo tu manto”: María Hurtado conmueve a Marchena con un pregón tejido de fe, memoria y verdad

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Hay instantes en los que las palabras rompen en lágrimas, y otros en los que se hacen carne en los corazones de quienes las escuchan. Este domingo, en el templo abarrotado de San Juan, María Hurtado Bellido no ofreció solo un pregón. Abrió el pecho, remangó el alma y se colocó su túnica morada, no de tela, sino de verbo. Fue el atril su cruz, y la voz, la guía de una Marchena que ya huele a cera y azahar.

Desde la primera palabra hasta el último amén, María no dejó a nadie fuera. Habló a los cofrades y a los descreídos, a los que rezan cantando y a los que esperan en silencio. No lo hizo desde la superioridad, sino desde el suelo gastado de quien ha caminado todos los Viernes Santos. Su pregón fue, como dijo en sus propias palabras, “una levantá inmortal hacia ese balcón del cielo que brilla de manera perpetua en nuestros corazones”.

María habló con voz de nieta, de madre, de hermana y de Verónica. Recordó aquel año 2013 cuando cumplió su sueño de salir en la mañana del Viernes Santo y, justo ese día, su abuela Conchita partió al cielo. “Ese día no fue un día más en tu vida, María. Tu abuela también había cumplido un sueño”.

 Desde el primer instante, quiso comenzar donde todo empieza: en la Caridad.  “Herederos del buen Miguel Mañara”, recordó María, “con más de 375 años del aniversario de su fundación, han amparado al desamparado cada Domingo de Ramos, cuando el sol brilla sobre nuestros cuerpos”. Y evocó con una intensidad casi litúrgica el gesto solemne de esos hermanos de riguroso luto que, “caracterizados por un brazalete azul donde portan su escudo y una actitud seria propia de los más prudentes”, acompañan el féretro con una fidelidad inquebrantable. Para la pregonera, no se trata solo de una procesión: “Podemos escuchar uno de los sonidos más característicos del Domingo de Ramos: la esquila que acompaña el féretro que portan sus hermanos en el discurrir desde Milagrosa hacia San Sebastián”.

 “Hermano de la Santa Caridad, a medida que escuches más de cerca el sonido de esa campanita, más próximo estará el momento de que seas tú el siguiente en tocarla”, proclamó, con una ternura que solo la experiencia puede dar. 

“No hay banda, ni palio, ni palmas, ni claveles. Hay cera, hay cruz, hay compostura”, dijo, reivindicando lo esencial. Porque si en otras cofradías hay esplendor, en esta hay hondura. “La Santa Caridad no necesita pregón. Su ejemplo habla por ella”. Pero ella lo dio. Y lo dio bien. Con voz emocionada, recordó que “esta hermandad no solo desfila: acompaña, consuela, acoge, vela a los que parten y reza por los que quedan”. 

 Para María, la Caridad es más que una cofradía: es la raíz misma del Evangelio. “Hay hermandades que brillan con luz de cera, otras con luz de plata… pero la Santa Caridad brilla con la luz del servicio”. Por eso, su agradecimiento fue explícito, sin rodeos: “Gracias por cuidar a los que ya no están, a los que sufren, a los que nadie ve”.

Y cerró su evocación con la mirada puesta en lo eterno: “El Domingo de Ramos comienza con muerte, pero no con desesperanza. Ellos nos enseñan que todo final es también comienzo”. Por eso, “esta levantá va por todos los directores espirituales que nos acompañan durante todo el año a través de los cultos para alimentar nuestra fe”, y también por aquellos que, como los hermanos de la Caridad, “trabajan sin descanso para hacer visible lo invisible”.

Y así nos llevó a su infancia, cuando, con la impaciencia desbordada, pedía a su padre que la llevara a San Agustín. “Papá, venga, vamos ya para arriba que sale la Borriquita”, recordaba con una sonrisa casi infantil. Allí, entre la expectación del templo y el nervio en la garganta, aguardaba ese instante único en que se abren las puertas y comienza la vida pública del Señor. “Allí esperando al momento de mayor tensión, pues el miedo a esas edades no existe. Papá, que están de rodillas, que están desmontando el paso, que están bajando al Señor…”.

“Abrir el paso. Os traigo la salvación”, proclamó María, haciendo suyas las palabras de un Dios que se baja del cielo para jugar con sus hijos. “Es muy sencillo: escucharme y acompañarme. Acercaros a mí. Soy nuestro Padre Jesús de la Paz, montado en una borriquita, y vengo a salvar al pueblo de Marchena”.

El pregón se convirtió entonces en catequesis para los pequeños, en voz materna que susurra esperanza: “Niños y niñas de este pueblo, id a vuestras casas, corred la voz, que salgan todos a verme. Avisad a vuestras abuelas, que todos se vistan con sus mejores galas. A vuestros padres, decidles que os dejen estar por la calle junto a mí, que no pasa nada. Es el día de la Paz en Marchena”. Porque este día no es solo un comienzo litúrgico: es un renacer espiritual, un estallido de fe que convierte las calles en una nueva Jerusalén.

Con ternura dirigió esas palabras también a sus propios hijos: “Jesús y Jorge, hijos míos, ¿habéis escuchado el mensaje que el mismo Dios que ha bajado a la tierra ha dicho? Confiad, tened fe y amad desinteresadamente. Poneos en sus manos y agarrad fuerte esas ramitas de olivo que tienen la savia de la salvación. No las soltéis y no olvidéis llevarlas cada año después de misa a vuestras casas. Ponedle el lacito que más os guste, pero amarradla bien fuerte: tiene que durar todo un año”.

Desde ese instante del pregón, Marchena entera se vio montada en ese pollino, como si cada palmo de calle fuera una nueva bienvenida al Hijo de Dios. Y en la voz de María resonó el gozo de quien ha aprendido que la infancia no es una etapa, sino un don espiritual. Porque cada vez que sale la Borriquita, los que fuimos niños volvemos a serlo.

Y así, con la paz como estandarte, María nos recordó que la Semana Santa no empieza el Domingo de Ramos. Empieza mucho antes, en las miradas limpias de los niños, en los altares de cartón, en la rama de olivo que tiembla al viento… Y en el corazón que se prepara, año tras año, para volver a decir: “Papá, venga, que sale la Borriquita”.

Hay imágenes que no necesitan música para conmover, ni lágrimas para hablar. Basta con su andar sereno. Así es la Virgen de la Palma en la voz y en el corazón de María Hurtado, que la evocó en su pregón con la reverencia de quien ha sentido su consuelo tras la estrechez de la vida. “Madre de la Palma, eres madre de los que viven en acción de gracias. Llénanos este bonito día de algarabía”, dijo, iniciando con una súplica jubilosa lo que muy pronto se convirtió en letanía de devoción.

La estrechez del cancel de su iglesia fue imagen del alma que se prepara para acoger lo inmenso. “Tras la estrechez, aparece la calma. Palma, después de tu salida el pueblo impaciente te espera. El cancel está abierto. Comienza la Semana Grande y con ella uno de los mensajes: Dios aprieta, pero no ahoga”. Y en esa imagen de puertas que se abren está el símbolo del alma que se ensancha, del pueblo que espera, del milagro que comienza.

María supo captar ese contraste entre el rostro sereno y la hondura del mensaje. “¿Qué hay en tu mirada, Palma? ¿Dónde escondes tus lágrimas?”, se preguntaba, y cada palabra parecía buscar cobijo entre los entrevarales de ese palio que, año tras año, vuelve a tejer la esperanza con hilo de oro. “Los entrevarales son como los barrotes de las ventanas: están hechos para asomarnos a verte”, dijo, con una sencillez estremecedora.

Cuando el alma se arrodilla y el cuerpo detiene su prisa, es porque el Señor de la Humildad ha pasado.  María Hurtado, en su pregón de la Semana Santa de 2025, no solo recordó la escena; la vivió de nuevo con la emoción intacta y la convirtió en espejo de tantas vidas marcheneras. 

“Señor de la Humildad, una escuela de paciencia nos das”. Una lección aprendida en silencio, en los días lentos, en las noches largas, en los hospitales y en las salas de espera, donde “tus fieles desesperan sentado, como tú, en la piedra dura de la vida intentando comprender su rumbo”.

El Señor de la Humildad se convierte así en compañero de viaje, en intercesor del que no tiene fuerzas, en consuelo del que no entiende. “Junto a ti visitéis los hospitales, la residencia, las salas de espera…”. El lenguaje se volvió íntimo, casi confidencial. El tono del pregón descendió al susurro, al tú a tú de quien habla con su Dios en lo más profundo del alma.

Pero no se detuvo ahí. María hiló esta devoción con otra tradición muy marchenera: la saeta. “Una escuela de saetas, esa en la que se enseña a orar con una entonación que nunca falla, la que se canta desde el alma, la que está orada desde la autenticidad y con un pregón de un ángel desde ese balcón que sagrado parece estar afinado de año en año”. La saeta no es aquí un adorno musical, sino una plegaria que se eleva como incienso desde los balcones al cielo.

Hablar del Señor de la Humildad, es hablar de una enseñanza sin estridencias, de un ejemplo que no necesita alarde, de una presencia que sana sin tocar. “Regresa a tu templo con tu centuria detrás y no dejes nuestras vidas nunca en el azar. Pues hágase según tu voluntad”, concluyó María, dejando la oración como última palabra, como única respuesta posible ante el misterio de un Dios que se detiene para mirar al hombre desde su mismo nivel.

Hay una esquina de Marchena donde cada primavera se mece una novicia entre naranjos y flores. La Virgen de los Dolores no camina sola: la acompañan los suspiros de generaciones que han buscado en su rostro el consuelo a penas antiguas y recientes. María Hurtado lo expresó con palabras suaves y estremecidas, con la devoción de quien sabe que el dolor, cuando se ofrece, también puede ser redentor. “En el barrio de Santa Clara hay una Virgen con una mirada infinita y suplicante hacia el firmamento”, dijo. Y con esa frase abrió la puerta de un convento que es también refugio del alma.

Ella está “con un pañuelo colgando que casi te lo da si se lo pides”. Esa imagen sencilla –una mano tendida, un paño dispuesto a secar lágrimas ajenas– resume siglos de devoción popular. “Está esperándonos para consolar esas lágrimas que seguro que hoy no saben a sal, pues ya se ha encargado ella de quitarles ese mineral”.

El peso del pueblo está en ese pañuelo. “¿Cómo podemos pedirte tanto?”, se preguntó la pregonera, con una humildad desarmante. “¿Qué cansada tienes que acabar cada Miércoles Santo? ¿Cuánto pesa ese pañuelo sobre el que has absorbido todos los dolores de tu pueblo?”. Es la maternidad espiritual llevada al extremo: una madre que recoge, que escucha, que carga con lo que los demás no pueden.

En esa noche silenciosa de primavera, María reconoció que “madre dolorosa, es normal que mires al cielo en busca de tu consuelo”, pero le pidió algo más: “Baja tu mirada, que tus hijos queremos quitar la daga que atraviesa tu corazón, esa que profetizó el viejo Simeón”.

Hay nombres que se pronuncian con ternura. Nombres que no pesan, que no hieren, que no exigen. El de Jesús, cuando es niño, se dice con la suavidad con la que se acaricia un recuerdo, con la delicadeza con la que se habla de la infancia. Así lo proclamó María Hurtado en su pregón, elevando al Dulce Nombre de Jesús a la altura de un símbolo universal de consuelo y fortaleza: “Dulce Nombre de Jesús, siento la incongruencia de tu pronombre: ¿cómo puede ser dulce el que sabe, con tan pronta edad, lo que le espera?”.

Y sin embargo, lo es. Porque en ese rostro de niño con mirada sabia se concentra la ternura de Dios encarnado. “Tu nombre es dulce, y eso se refleja en la miel de tus labios”, dijo María, evocando la imagen de un Jesús que no teme, que se ofrece, que se entrega desde su inocencia.

Hablar del Dulce Nombre es hablar del primer asombro, del descubrimiento infantil de lo sagrado. “Aún recuerdo cómo te miraba de niña a niño”, confesó la pregonera. “Me fijaba en la pequeña crucecita de plata, la misma que después en madera yo portaría el Viernes Santo por las mismas calles que tú habías pisado”. Esa coincidencia entre la mirada del pasado y la vivencia del presente unió en una sola emoción a la niña que fue y a la mujer que ahora pregonaba.

María comprendió la paradoja de este Niño-Dios, que a pesar de su aparente fragilidad “tiene una mente de un diamante irrompible hacia el amor más puro y brillante que existe: el amor de Dios”. En esa contradicción entre niñez y divinidad, entre dulzura y sufrimiento, reside la grandeza de su imagen, y así lo expresó con una ternura que emocionó a todo el templo: “No llores, Dulce Nombre de Jesús, que todos los niños y niñas de tu pueblo te están mirando, te están ayudando”.

Y con un gesto de esperanza, selló el legado de generaciones: “Hoy los costaleros que te llevan son los mismos niños ya hechos hombres, y con la ayuda de tus ángeles, a pulso te elevarán al mismo cielo”.

Desde lo alto de una azotea, en un rincón que roza el cielo, una niña lanzaba su primera petalá sin saber que estaba sembrando una devoción que años más tarde haría florecer con palabras. Así nacía el amor de María Hurtado por la Virgen de la Piedad. “Desde la azotea de Cayetano veía de pequeña la salida del Dulce Nombre y desde allí también le ofrecía una petalá a la Virgen de la Piedad”, confesó con voz de memoria emocionada.

No hay calle en Marchena más silenciosa que aquella por la que pasa la Virgen de la Piedad. No hay rincón más íntimo que su paso lento, medido, donde todo parece pararse para dejar que el pueblo respire su consuelo. “Si te mecen, déjate llevar, Piedad es nuestra manera de que puedas andar”, proclamó María, poniendo en boca del pueblo ese susurro que se convierte en plegaria cuando Ella aparece.

La oración siguió fluyendo, tejida como los bordados de su manto: “Si te levantan al cielo, déjate llevar, Piedad es la manera de hacerte volar”. Porque esta Virgen no solo camina, no solo llora: se eleva. La eleva su pueblo, que la sostiene con amor callado, la mece con ternura infinita. “Si te rezan en silencio, déjate llevar, Piedad es nuestra manera de tus penas quitar”.

El Jueves Santo en Marchena no comienza en el reloj, sino en el corazón de quienes esperan que se abra el portón franciscano. De allí sale cada año, envuelto en lirios morados y recogimiento, el Cristo de la Santa y Vera Cruz, llevando consigo la memoria de generaciones que han hecho de este paso una oración viva. María Hurtado, con la emoción serena que da el amor antiguo, abrió su evocación con una confesión sincera: “Cuando habla mi corazón de la Vera Cruz, habla de recuerdos, sobre todo aquellos que guardo con un cariño muy especial”.

En su niñez, María deseaba ser costalera, pero en aquellos años no se podía. Así que se conformaba “con ir a los ensayos y llevar la radio”, porque lo importante no era el rol, sino estar cerca del Señor que camina entre sombras y cal. 

La Vera Cruz, para María, no es una cofradía más: es la cofradía de su familia materna los Bellidos. Ess casa el Jueves Santo se convertía en una casa hermandad, «donde las túnicas de mis primos estaban muy bien colgadas y planchadas en los muebles del salón de cada casa”. 

 “El Jueves Santo en Marchena todo parece transformarse”, proclamó la pregonera. “La noche se oscurece, el cielo comienza a eclipsarse ante tu inminente muerte. Se abre un portón en la capilla franciscana, donde en el cancel espera un nazareno que porta esa peculiar cruz de guía”.

En ese momento, Marchena se vuelve un templo al aire libre. “Suena cornetas y tambores y una rampa de madera sobre la que rachean suavemente con un poco de cuerpo a tierra”, y Él baja “camino del barrio más monumental, entre esquinas que se retuercen, muy padeciente, coronado de espinas y la sangre derramada”. La marcha no es música, es latido; la cera no es luz, es lágrima; y el paso no es madera, es altar: “Una elegante levantá a pulso siempre te eleva, esas trabajaderas sagradas que rachean suavemente y que rezan sin parar en una noche que parece que no tiene final”.

María describió el instante en que la silueta del Cristo se proyecta sobre las paredes blancas del barrio, como una aparición: “De repente, por las paredes encaladas previamente, una silueta se refleja del Señor que pasa por tu casa. Verte. ¡Cuánta elegancia hay en tu barrio! ¡Qué silencio tan solemne!”. Porque si algo distingue a la Vera Cruz es el recogimiento que envuelve su discurrir, la sobriedad que no necesita ornamento, el rezo callado que no exige respuesta.

Hay nombres que no se pronuncian, se respiran. Nombres que no hacen falta decir en voz alta porque ya viven en el corazón. Así es la Esperanza en Marchena: no necesita presentaciones ni alardes. Basta con mirarla para entender por qué su manto verde no es un color cualquiera. “Dicen que el color de la Esperanza no es un verde normal”, explicó María Hurtado. “A mí me recuerda al verde del mar”. Pero no a un mar en calma, sino al mar que lucha, al que no se rinde. “El mar revuelto, ese que arrastra toda la arena del fondo cuando rompe la ola, justo ese es el color”.

Así la sintió la pregonera desde niña. No como un símbolo decorativo, sino como una necesidad vital. “La Esperanza te tripula para poder navegar, allá en tu fondo más profundo que te arranca el alma sin avisar”. Y como quien se aferra a una tabla en mitad del naufragio, elevó su canto: “Cuando la mar esté revuelta, a cara a cara mírala: es la Esperanza la que te salva de la deriva en alta mar”.

Por eso, la Esperanza de Marchena no es simplemente bella. “No vas a ser bella, Esperanza, tienes que serlo por necesidad”. Porque cada mirada busca en Ella una respuesta, un consuelo, un sí o un no que cambie el rumbo de una vida. “Sino, ¿cómo te miramos esperando encontrar la respuesta a ese sí o a ese no que ansiamos escuchar?”.

En esa mezcla de ternura y fortaleza, María fue desgranando su oración íntima: “Bella es la Esperanza que de verde tiñes el mar cuando la ves pasar, va demostrando un no sé qué que te sacia cuando se va”. Porque verla no basta. Se necesita, se ansía, se espera. “Bella es la Esperanza que de verde tiñes el mar del que anhela encontrar los vaivenes de la vida que aparecen cuando no los sabemos tolerar”.

La pregonera describió con palabras sentidas esa conexión íntima entre la Virgen y su pueblo, donde cada uno lanza plegarias en silencio. “Miras para abajo, para nuestros ojos encontrar esas plegarias que te lanzamos y que en ti la respuesta está”. Y entonces se comprende que Ella, coronada y serena, no está solo para embellecer una calle, sino para sostener un alma. “Bella es la Esperanza, esa que porta alfajín de Capitán General y coronada está, la que navega sobre un palio estrellado hecho de terciopelo y plata, impregnada en nazar, y llevas más de 20 años siendo Reina de Marchena, de la cristiandad y de todo el mar”.

Hay imágenes que no se nombran sin estremecerse. Y en Marchena, si hay un nombre que agita las entrañas del pueblo entero, ese es el de Nuestro Padre Jesús Nazareno. El Señor que no se menciona, se reza; el que no se mira, se sigue; el que no se explica, se siente. Y eso hizo María Hurtado: sentir. “¿En serio? ¿No me lo puedo creer? ¿Y ahora qué hago?”, se preguntaba recordando el instante en que se encontró frente a Él, tras veinte años de espera en una lista “que parece ser eterna para ponerme por un instante frente a ti, cara a cara”.

Su voz, que tantas veces se quebró a lo largo del pregón, pareció quebrarse aún más cuando pronunció esas palabras: “Ese día no sabía si hablarte desde mi tristeza o desde el agradecimiento”. Porque el día que María se revistió de Verónica fue el mismo día en que su abuela Conchita se despidió de este mundo. Y no, no fue casualidad. “Tú decidiste que yo, vestida de Verónica, justo ese día ascendiera a ti”.

Aquella escena no fue solo un rito ni un sueño cumplido: fue un abrazo entre generaciones, un gesto de la Providencia. “Tu rostro yo limpiar o tú el mío. A mí no podía estar nerviosa ese día, solo quería hablar contigo y que me explicaras qué es lo que pasaría”. Y en ese diálogo íntimo entre nieta y Señor, entre túnica morada y paño blanco, se selló una alianza de vida entera.

“No vi a mi abuela desde el balcón viendo pasar a su nieta, sino que fui yo la que la acerqué a ti al balcón infinito del cielo”. Y en ese gesto, María comprendió algo esencial: que cuando Dios está por medio, no hay casualidades, solo misterios que se revelan con amor.

No es extraño que su camino nazareno lo viva como una misión. “Por eso camino descalza y de morado, desde San Miguel, cuando las puertas están de par en par, un Viernes Santo de madrugada, bajo un cielo estremecido de gargantas que se rompen a rezar”. Porque seguir a Jesús Nazareno no es solo vestir la túnica: es descalzarse del mundo, entregarse sin medida, fundirse en cada chicotá con el latido de su pueblo.

Con la emoción contenida de quien ha sentido esa madrugada en la piel, fue relatando cada recoveco del recorrido, cada paso que Él da por las calles de Marchena. “Bajo una luna llena primaveral, camino descalza y de morado, siguiendo una cruz de guía bajando de la Rabal”. Esas calles, que de día son barrio, en su paso se hacen santuario: Plazuela del Topo, calle Estudio, calle Sevilla, San Sebastián, Milagrosa, Santa Clara… “Calle Sevilla, que no sube, que reza por la paz bajo una palma merced y pilar”.

Y en ese discurrir lento, fatigado, arrastrando la cruz, María descubre que no solo camina Jesús. Camina el pueblo entero con Él, cada cual con su herida, cada cual con su fe. “Camino descalza y de morado hasta llegar al más sagrado altar del Monumento, donde está Jesucristo ya no muerto, sino vivo”. Porque Jesús no cae, se arrodilla. No se cansa, se entrega. “Tú que caminas, tú que no te paras, tú que no te cansas y el que nos miras cara a cara”.

Hay lágrimas que no se ven, pero que mojan por dentro. Lágrimas de sal y de silencio, de fe y de desahogo. Lágrimas como las de María Santísima de las Lágrimas, que no brotan solo de sus ojos tallados, sino de todos los que la miran. María Hurtado, con la emoción desbordada, se dirigió a Ella no como pregonera, sino como hija, como mujer, como madre, como alguien que un día descubrió que aquellas manos abiertas no solo recogían súplicas: también sostenían vidas.

“Virgen de las Lágrimas, tengo que pedirte perdón por haberte dado de lado durante tantos años”, confesó con humildad, reconociendo que sus miradas y sentimientos “se concentraban en tu Hijo primero”. Pero la vida, con su manera extraña de ponernos en nuestro sitio, hizo que fuese precisamente Ella quien la tomara de la mano en uno de los momentos más íntimos y reveladores. “Me pusieron junto a ti. Mejor dicho, en tus manos. Siempre abiertas se quedaron desde entonces, como hacen todas las madres”.

Ese instante, que quedó “fosilizado” en el corazón cofrade de la pregonera, ocurrió cuando estaba embarazada de su hijo Jorge. “Con uno de mis hijos en mi vientre pude acompañarte al son de la misma marcha que hoy aquí ha acontecido: Amarguras, Fondeanta”. La misma marcha que abría el pregón y que ahora regresaba para abrazar la memoria de aquella noche. “Lo admito: estaba algo triste de no poder hacer mi estación de penitencia ese año. Aunque lo intenté, me puse mi túnica, pero solo aguanté hasta pasar el arco”.

En su interior, una vida latía, y afuera, otra Vida —la de la Virgen— se desbordaba en compasión. “Qué mágicos son los momentos”, dijo, cuando, “a la voz de un Jorge costalero al mando de su capatá, daba voz a otro Jorge, el de mis adentros”. Porque no todas las lágrimas son de tristeza, y María supo reconocerlo: “También las hay de agradecerte, Virgen de las Lágrimas, que tu amargura se desvanece y la vida resurge al pasar y verte”.

De ese dolor hecho belleza brotó una descripción que conmovió a todo el templo: “Ahora, Madre, entiendo tu manto. Tu manto azul, de azul cobalto. No va a ser de otro color si está lleno de penas y de llanto”. Un manto que no cubre solo una imagen, sino que arropa a todo un pueblo. “Lo llenas tanto y tanto que es el océano de Marchena cada Viernes Santo”.

Y como ola tras ola, sus palabras se hicieron poesía. “Ahora, Madre, entiendo tu manto: de Nazarenos ahogados entre el dolor acumulado de los porrazos que la vida te golpea cuando menos estás preparado”. Ese manto, dijo, recoge las lágrimas de las madres que luchan en silencio, “de las que los vaivenes del día a día te consumen más todavía y esperan a verte para desahogar su agonía”.

Hay imágenes que parecen detenidas en el tiempo. Y otras que, aunque inertes, respiran. El Santísimo Cristo de San Pedro no camina, pero avanza en el alma de quien lo contempla. Así lo vio María Hurtado cuando, con la voz encogida, narró su primer reencuentro con Él al saber que sería pregonera: “¿Cómo no sentir ese dolor, Santísimo Cristo de San Pedro, al verte pasar a través de las calles estrechas, donde el silencio se rompe con el crujir de tu madera y el rachear del esparto sobre el suelo desgastado, al eco de tu ‘Miserere’ y entonaciones de quintas y sextas?”

En ese momento, lo esencial no fue hablar, sino ver. “La primera hermandad que fui a visitar fue esta”, confesó, “y ¿qué vi? Vi a ese Cristo que está allí, a lo lejos, en Santo Domingo, fundido en madera. Madera convertida en talla. Talla traducida a vida”. Porque en Marchena, el arte no es adorno, sino dogma: las imágenes respiran y sangran, y el Cristo de San Pedro es prueba de ello.

Fue en una visita posterior cuando la pregonera se atrevió a mirarlo desde más cerca, desde abajo, desde sus pies. Y en ese ángulo inédito descubrió una dimensión hasta entonces desconocida: “Tuve el atrevimiento de acercarme y, desde ese ángulo, pude percatarme de algo que jamás vi en la tarde del Viernes Santo: la dureza que padeciste. Tus manos moradas, tus brazos estirados, tus piernas fatigadas, tus pies ensangrentados y tu rostro, Señor, desfigurado”.

No lo dijo con aspavientos, sino con la seriedad de quien ha tocado el dolor. “Parece que vives, aunque estás recién muerto”, sentenció. Porque en el Cristo de San Pedro no hay dulzura ni calma, sino el espanto contenido de una muerte real. Y eso fue lo que más conmovió a María: la crudeza.

Recordó, entonces, aquella última vez que Marchena lo vio por sus calles, en andas y sin dosel, y comprendió por qué sus hermanos quisieron bordarle un dosel de terciopelo que disimulara las heridas: “Tuvieron que mandar hacer tal reliquia para que se pudieran disimular tus lesiones, tu frialdad, tus traumatismos, tus llagas y esa mirada perdida en busca de consuelo”.

El dosel, entendido como refugio, no como adorno. “Todo, Señor, para salvar a tu pueblo”. Porque no hay ornamento más sagrado que el que envuelve el sufrimiento. María lo entendió y lo explicó con una claridad conmovedora: ese dosel no es sólo belleza, es compasión. Un escudo bordado frente al horror.

La noche del Viernes Santo no se apaga del todo mientras quede encendida la mirada de una madre. Y en Marchena, esa madre tiene un nombre: María Santísima de las Angustias. A Ella se dirigió María Hurtado con un susurro convertido en plegaria, con ese respeto que sólo se puede tener hacia quien lo ha perdido todo y, sin embargo, sigue en pie.

“Madre, aunque eres modelo y maestra de la fe, me ha costado enfrentarme a ti”, comenzó diciendo. No porque no la amara, sino porque representa aquello que a nadie le gusta atravesar: “Representas una de las advocaciones que menos queremos sentir en nuestras vidas: la angustia, el temor, el miedo, la desesperación”.

La pregonera imaginó su dolor no desde la distancia, sino como hija, como madre, como mujer. Y se preguntó con temblor en la voz: “¿Qué día tan largo tuviste que pasar? ¿Cuál fue el más duro? ¿Su condena? ¿Las burlas? ¿Ver cómo caminaba y caía con la cruz? ¿Ver cómo lo crucificaban? ¿O tenerlo de nuevo entre tus brazos ya sin vida?”

La escena es desgarradora. Y María no la suavizó, no la embelleció con palabras vacías. Fue al centro del abismo, al instante exacto en el que la Virgen recoge a su Hijo muerto. “Ya no hay mayor espanto, pues llegó el instante. La palabra está cumplida. La muerte ha discurrido por las calles. Tu hijo, crucificado, ya sin dolor, esperando la salvación, su resurrección”.

Cada palabra fue tallada con lágrimas. “Madre, en esta noche teñida de luto, donde las calles de Marchena han intercambiado luces por sombras y el silencio se ha apoderado del murmullo, la cera de tus nazarenos va llorando por el suelo”. Esa cera que llora, como tú, como todos.

“Seis lágrimas de angustia resbalan por tu bello y blanquecino rostro, donde el sofoco del pánico que debiste sufrir le dan color a tu mejilla”, continuó, como quien ha sostenido la imagen entre las manos y ha sentido el temblor del alma. “Madre de negro y pálido corazón, aunque sintieras en tu garganta ese nudo que te hace callar, aunque sintieras en tu alma ese dolor que te ahoga aún más, aunque sintieras en tu corazón cien puñales al hincar… angustias más desamparadas quisieran los marcheneros quitar”.

El Sábado Santo en Marchena no es una noche de duelo, sino un umbral. Y ese umbral tiene forma de paso: el Santo Entierro, el “resumen del que todo lo consume”, como lo definió María Hurtado, con el corazón lleno y la voz hecha incienso. Porque tras la muerte, dijo, “es el poliedro perfecto, donde Cristo yacente, descendido de la cruz, triunfante, duerme por poco tiempo”.

No habló sólo del silencio ni de la solemnidad, sino del milagro tallado en madera. “Si hubiese sabido tu escultor, Jerónimo Hernández, que luego vendría un Guzmán Bejarano para dejarnos perplejos ante tan majestuosa obra, no se lo hubiese imaginado. Nada falta, Señor”. Y es que ese paso no es un paso: es un retablo andante que late con cada zancada.

Es un libro abierto, con capítulos de oro y lirios morados. “Es un retablo abierto que camina entre decorados con lirios pasionantes, que van haciendo justicia ante tu paso”. En sus esquinas, las cuatro esquinas del mundo: “¿Quién no ha mirado a sus esquinas, con sus evangelistas? A San Lucas, acompañado con la fuerza del toro. A San Marcos, con el poder del león. A San Juan, con el águila que todo lo divisa. O a San Mateo, con ese ángel que nos aguarda”.

Y allí, en el vértice de todo, en el centro geométrico de la fe, está Él: “Sí, porque en el vértice, en el extremo de tu poliedro, Señor, estás una vez más tú, transformado en polígono, para que podamos vivir a través de ti”. Un paso que, al avanzar, no pisa, sino que flota. “Da igual que subas a toda prisa con un izquierdo que rachea por el susurrar del paso del tiempo, ante un suelo desgastado y unas paredes que, si hablaran, Señor, quizás no seguirían en pie”.

Marchena no sólo lo contempla, lo acompaña. Y Él, a su vez, la guía en su ascenso hacia la esperanza. “Sigue subiendo hacia la mota más alta y atraviesa esa puerta medieval, esa que nos acerca más de ti, pues tu fe nos guía”.

Pero no va solo. Le siguen las que no fallan nunca. “Seguido de tus tres Marías: Salomé, Magdalena, María Cleofás, y la Verónica, que nos muestra tu Santa Faz”. Son ellas las custodias del silencio, las guardianas de ese cuerpo que duerme, pero que no ha muerto del todo.

Y María lo proclama con la certeza de quien lo ha sentido en carne viva: “Santo Entierro, que no te hemos enterrado. Que a tu sepulcro te hemos acompañado solo para que vuelvas a vivir, ahora sí, toda la eternidad”.

Cuando ya la Semana Santa declina, cuando las túnicas se guardan y el silencio vuelve a tomar las calles, una figura sigue en pie. Es la Virgen de la Soledad, coronada de estrellas, sostenida por la oración de un pueblo entero que, aunque la llama sola, nunca la deja sola.

Así la describió María Hurtado, con ese respeto que sólo se profesa a lo que es eterno. “Madre, eres modelo de amor, y das todo aunque te duela”, comenzó, en un tono de íntima veneración. “¿Cómo te llaman Soledad, con un pueblo que te corona y que sola no te deja estar?”

La contradicción de tu nombre no hace sino subrayar el consuelo que repartes. “Te llaman Soledad, pero en tu tiro te cobijan y no te dejan escapar. Te llaman Soledad, pero eres la madre de todos los marcheneros”, afirmó la pregonera, recogiendo ese anhelo callado que acompaña a tantos en la noche más honda del año.

Hay instantes que sólo Marchena entiende. Uno de ellos ocurre bajo tu palio, cuando los cirios titilan y las bambalinas tiemblan. María no lo dejó pasar: “¿Capatá, qué se siente cogiendo ese llamador de plata? ¿Dónde están puestas todas las plegarias de un pueblo? Saber que en ti está la voz que hace que los milagros se cumplan”.

No son versos, son verdades de fe. “Cuántos rezos de madre desconsolada hacia la madre de Marchena, Soledad Coronada”. Madres que encuentran en ti un espejo, un refugio, un bálsamo. Porque tú, aunque rota, sigues de pie. Porque tú, aunque te llamen Soledad, estás acompañada de todas las mujeres de Marchena: “baja, acordonada por mujeres que sola no te van a dejar, vestidas de manto y que no paran de rezar”.

Tu palio es más que orfebrería, es un cielo tangible. “Tu palio repleto de estrellas relucientes entre una palmera muy ducal que tiene siete hojas, una por cada hermandad”, dijo María, hilando historia, estética y símbolo en una sola imagen. “Tus bambalinas son lunas que se mecen sin parar, camino de ese sepulcro que vacío dicen que está”.

María nos lleva al instante último de tu tránsito por las calles, allí donde los adioses se pronuncian sin voz. “Soledad, abre un poco esas manos, déjalas de apretar, que desde mi ventana te lanzo una plegaria más. Recíbela: de cariño es igual de importante que las demás, pero esta tiene más peso. No, no es para mí. Es para quien tú ya sabes”.

Y en ese gesto final, en ese cerrar de manos, María Hurtado depositó el anhelo más profundo de todos: salud para quienes luchan. “No te olvides, Soledad, a por otro año de salud para los que están”. Porque si alguien puede guardar ese deseo, eres tú, que llevas siglos custodiando el dolor, la esperanza y la fe de Marchena.

“Cierra tus manos. El secreto dicho está. ¡Viva la Soledad Coronada! ¡Viva María sin pecado original!”. Con esa exclamación concluyó María su ofrenda, con el corazón en vilo y los ojos húmedos de quien ha comprendido que la Soledad no es ausencia, sino compañía fiel hasta el final.

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Cristo de San Pedro

La familia de saeteros más antigua de Marchena suma 145 años de tradición

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Antonio Sánchez era el verdadero nombre del  Tuerto Pollo, el saetero más antiguo de Marchena del que tenemos datos escritos. Es el exponente más famoso de una familia saetera señera, con cuatro generaciones de saeteros. 
Tuerto Pollo era un republicano y hermano del Cristo de San Pedro que en torno a 1873 se arrodilló y le cantó una saeta ante el Cristo de San Pedro en Los Cantillos y así logró que lo readmitieran en la hermandad, según Muñoz y Pabón. Roberto Narváez, de la Escuela de Saetas, confirma que Tuerto Pollo es sin duda el saetero más antiguo del que tenemos datos escritos en Marchena.
Según nos cuenta Ana Rueda, profesora de Lengua y Literatura en Madrid, y hermana de la Hermandad del Cristo de San Pedro como su antepasado, Antonio Sánchez, «Tuerto Pollo», era hermano de su bisabuela y pertenecía a la familia de los «Pollo» que era el apodo familiar tal y como lo cuenta Muñoz y Pabón en La Lectura Dominical del 8 de Abril de 1905.
Cantaor y saetero «que ponía los pelos de punta» a decir de las viejas hasta el punto de que se decía de él que tenía «un coro de ángeles metido en aquel pecho»  fue expulsado de la Hermandad del Cristo de San Pedro por apoyar a la República de Castelar (1873-74).
«La multitud vio un hombre corriendo como loco hacia el Cristo. Un hombre desarrapado que rechazaba bruscamente a los que intentaban detenerlo, avanzando entre negras filas de penitente, se quitó el sombrero y cayó de rodillas con los brazos en cruz frente al Cristo de San Pedro en los cuatro Cantillos.
Derramando lágrimas cantó una lastimera saeta con una voz tan profunda que hizo conmover a las piedras de Los Cantillos.  «Cristo que te estás muriendo, de calentura y de sed, qué lástima que mis lágrimas, no las pudieras beber».
Tan bien y tan emocionadamente cantó que las mujeres envueltas en sus trajes de manto y saya lloraban y los hombres tenían que morderse los labios para no hacerlo y los niños se agarraban a las faldas de sus madres al ver a la oveja descarriada volviendo al redil de su padre.
«Efectivamente se llamaba Antonio Sánchez. Tenía muchos hermanos, una de ellos era mi bisabuela. El Tuerto Pollo era tío de mi abuela. Los pollos debían cantar muy bien, yo intuyo que por ahí vendría el mote» cuenta Ana Rueda que nació y vive en Madrid. «Mi abuela Patrocinio Maqueda Sánchez, se casó con Matías Rueda y yo soy hija de Luis Rueda Maqueda, hombre de campo nacido en la calle Harina. La madre de mi abuela era Purita Sánchez o Purita la del Pollo».

Luis Rueda Maqueda, Luis de Marchena

Ana Rueda recuerda que su padre Luis Rueda Maqueda «le grabó las saetas marcheneras antiguas a Roberto Narváez, de la Escuela de Saetas Señor de la Humildad para que las enseñara en su escuela, porque ya no las cantaba nadie».
Roberto Narváez explica que  Luis Rueda Maqueda, «Luis Matias», conocido en el flamenco como Luis de Marchena «aportó a nuestra escuela conocimientos de la saeta marchenera antigua que deriva de la carcelera del preso, junto a otros saeteros como Antonio Martin, Niño de la Viuda que cantaba muy bien y ayudó a conservar la saeta marchenera antigua».
La familia de Ana Rueda es la más antigua documentada de la rica tradición saetera de Marchena, cuatro generaciones de saeteros, cristeros y cantaores que sigue viva pues la propia Ana Rueda, a pesar de vivir en Madrid, ha cantado muchas saetas marcheneras y el año próximo promete venir el Viernes Santo a Marchena para cantarle al Cristo de San Pedro.
Ana Rueda recuerda que «mi abuela cantaba y su padre no la dejaba porque estaba muy mal visto en la época. Pero sus hijos salieron todos cantaores. Mi padre cantó profesionalmente con el nombre de Luis de Marchena; mi tío José como Matías el Marchenero. Y los demás también, aunque no profesionalmente. Les decían los Matías, por el nombre de mi abuelo. Y en los años 30 se juntaban todos los hermanos cantando saetas y la gente iba tras ellos. La guerra lo truncó todo y la mayoría se vino a Madrid. Mi tío José y mi padre vivieron del cante».
Ana Rueda es la última descendiente de Tuerto Pollo y como él, es del Cristo y ha cantado muchas saetas en Marchena.
Otro de los hermanos e fue a vivir a Paradas.  «Mi tío Manolo se fue a vivir a Paradas, y todos los años iba a cantarle a Jesús, hasta que le dio un ictus. Cantaba en la calle Estudio (San Miguel), con una voz muy aguda».
Ana Rueda aún conserva primos en Marchena Rafael, Manuel y José Antonio Pliego Moreno y volverá el próxima junio para exhumar los restos de su padre.

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Actualidad

Quinario del Cristo de San Pedro del 4 al 8 de Marzo

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La Archicofradía del Santísimo Cristo de San Pedro ha anunciado la celebración del Quinario en honor a su titular los días 4, 5, 6, 7 y 8 de marzo de 2025, en Santo Domingo.

Los cultos darán comienzo cada jornada a las 19:30 horas, con el rezo del Santo Rosario, seguido del Ejercicio del Quinario y la Sagrada Eucaristía, que será presidida por José Manuel Pineda Benítez, párroco de San Cristóbal Mártir (Burguillos) y de San Ignacio de Loyola (El Viar-Alcalá del Río).

El sábado 8 de marzo, se celebrará la Función Principal de Instituto, en la que los hermanos realizarán la solemne y pública Protestación de Fe, tal y como establecen las Reglas de la Hermandad.

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América

El médico de Marchena pionero en escribir sobre el chocolate tras su viaje a México

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Ann Fanshawe, mujer del embajador de Inglaterra en España, escribió en su libros de recetas tras pasar por Sevilla en abril de 1664 que “El mejor chocolate, exceptuando el de las Indias, se hace en Sevilla”.  El cónsul de Sevilla les agasajó con una “gran cantidad de chocolate” y les regaló una chocolatera de plata, doce tazas y dos mancerinas para que pudieran degustarlo apropiadamente. 

El primer dato escrito del chocolate en Sevilla y por lo tanto uno de los primeros de Europa indica que al convento de los Terceros Franciscanos de la ciudad llegaron granos de cacao entre 1521 (fecha de la conquista de Méjico) y 1532. El primer lugar documentado en España donde se elaboró chocolate es el Monasterio de Piedra (Aragón, 1534), donde llegó cacao desde Sevilla llevado por Fray Jerónimo Aguilar, acompañante de Hernán Cortés, con la receta de chocolate.
La llegada a Sevilla del matrimonio entre Francisca de la Cueva y el nieto de Moctezuma II, Diego Luis Moctezuma impulsó el consumo entre las familias nobles del sur de España y en 1588 comerciaban con cacao. 
Los médicos sevillanos participaron en la defensa o denostación de la bebida y en 1618, Bartolomé Marradón, que había visitado Nueva España publicó en Sevilla: Diálogo del uso del tabaco, los daños y provechos que el tiempo y experiencia han descubierto de sus efectos y del chocolate, y otras bebidas que en estos tiempos se usan.
MÉDICOS DE MARCHENA EN MÉXICO
La familia Juárez o Suárez pasó de Marchena a México en 1536, convirtiéndose en los primeros cirujanos de indias y aprendiendo de ellos el uso de las plantas medicinales, entre las cuales estaba el cacao, y el chocolate que fue estudiado por Bartolomé Marradón, médico y hermano mayor del Cristo de San Pedro.   

Manos indígenas, técnica europea, estética flamenca y devoción marchenera

Los primeros cirujanos de Indias
Francisco Juárez fue un cirujano de Marchena que viajó con su mujer Catalina González y sus hijos (Baltasar, Catalina, Diego, Francisco, María, Melchor, Gaspar y Luis Juárez González) a Nueva España (actual México) en 1562 con la armada del general Lope de Armendáriz.
Francisco Juárez era hijo hijo del bachiller Juan de Alcaudete casado con Catalina González. Previamente -en 1536- habían viajado a México sus hermanos Luis Alcaudete y Leonor Alcaudete también hijos del licenciado Alcaudete y de Catalina González, naturales de Marchena. El licenciado Alcaudete tuvo una calle en Marchena desde el siglo XVII hasta el S. XIX cuando se le cambió el nombre por Padre Marchena.
La corona creó puestos de cirujanos en los barcos mercantes, en la Real Armada y en el ejército. Por este motivo el primer Real Colegio de Cirujía se instala en San Fernando, Cádiz.
Bartolomé Marradón, el médico que estudió el chocolate
Marradón por ser uno de los primeros médicos que viajó a México y Guatemala para estudiar el cacao y el chocolate y escribir libros sobre el tema fue citado por la mayor parte de tratados europeos sobre el tema y traducido a varios idiomas.
«Diálogo compuesto por Bartolomé Marradon, médico español de la villa de Marchena, impreso en Sevilla en el año 1618». Asi se llama la obra escrita por Bartolomé Marradón, hermano mayor del Cristo de San Pedro que dice que el chocolate era muy usado en las Indias y en España «y que estima mucho ser muy medicinal y muy a propósito de aprender sus virtudes. Yo probé el fruto del cacao y lo he degustado pero para deciros la verdad no me place» escibió el Médico marchenero en su «Diálogo del chocolate».
El tomate, la papa, el maiz, el cacao y chocolate y muchos otros alimentos llegados de América fueron rápidamente usados en España. Pero el cacao era la bebida de los dioses Mayas y es éste componente ritual lo que previno a los médicos españoles como Bartolomé Marradón.
Marradón decía que no se podía usar el cacao sin tener en cuenta que formaba parte de la cultura indígena que entonces, en pleno auge de la Inquisición, como todas las religiones no católicas, eran vistas como herejías por los españoles.
arbol del cacao
El  médico, boticario y escritor Bartolomé Marradón, quien visitó México escribió que. «El uso de chocolate es tan familiar y frecuente entre todos los indios que no hay un espacio en el mercado en el que no haya una mujer negra o india con su tía, su Apstlet (que es una vasija de arcilla), y su molinillo (que es como un palo parecido a las agujas que se usan en España para hilar), y sus recipientes para recolectar y enfriar la espuma [del chocolate]».
«Estas mujeres primero ponen una parte de la pasta o un cuadrado de chocolate en el agua y los disuelven, y después de retirar una parte de esta espuma….. la distribuyen en vasijas llamadas Tecomates …. Después las mujeres lo reparten entre los indios o a españoles que las rodean. Los indios son grandes impostores, pues les dan a sus plantas nombres indios, lo cual les da buena reputación [a las plantas]. Podemos decir eso del chocolate vendido en los mercados y los puestos (Marradón, 1685 [1618], pp. 431-433).
Marradón describe el mercado como un punto de encuentro entre culturas, en el que las mujeres, en particular las indias y las negras, eran las proveedoras de un conocimiento deseable y de sustancias comestibles y potables, y los españoles eran los interesados y los compradores.
Lo que más preocupaba a los curas y nobles españoles que fueron los primeros en tomar chocolate en Europa era si el chocolate rompía el ayuno, pues desconocían su naturaleza. «El chocolate ni se toma por medicinas ni por vicio ni por bebida contra la sed sino por sustento y nutrición del cuerpo para conservar la salud como efectos secundarios y que no es excusa en el precepto del ayuno» escribía Pinelo.
cacao
Y añadia «el cacao tostado y molido como hemos dicho poniendo su masa a fuego lento sale encima un licor mantecoso y graso de buen gusto y medicinal para inflamaciones quemaduras, ampollas de viruela, sarampión, labios, manos, mal de encías y otros juegos semejantes otros y otros juegos semejantes y aún las mujeres la usan para los labios cuarteados».

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Cristo de San Pedro

Cuando la Reina agilizó la construcción del convento de Santo Domingo de Marchena

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Fray Manuel de Carrasquilla prior del convento de Santo Domingo explica en una carta al Duque Manuel Ponce de León Spinola, segundo de su nombre, el 17 de diciembre de 1743 el proceso de fundación del Convento de Santo Domingo entre 1520 y 35. 

Señala Carrasquilla la cantidad que paga la casa de Arcos a fin de Diciembre de cada año al convento de Santo Domingo: «3139 reales y 26 maravedíes perpetuos,  mas 728  reales por 144 fanegas de trigo en especie mas la renta llamada de la Mota «que siempre ha percibido este convento».

El valor de los maravedíes, «en aquellos  tiempos escasísimos de moneda» (aún no disfrutaba España de los copiosos tesoros de las Indias)» explica Carrasquilla.  Un buey se compraba por 10 maravedíes y un carnero por 4.

La predilección del I Duque Rodrigo por los dominicos responde a que tenía por confesor al célebre fray Domingo de Baltanás, a quien designó como albacea. La segunda misa que se celebraba todos los días en la comunidad iba por el alma del fundador y por la de todos los miembros de la Casa de Arcos vivos y difuntos.

En este dibujo del gabinete pedagógico de Bellas Artes podemos ver como era la Marchena del S XVI, con las torres de San Juan y Santa María en construcción, y los arrabales de San Sebastián y San Miguel naciendo en torno a las puertas de la muralla y los conventos de Santo Domingo, Santa Clara y las entonces ermitas de San Sebastián y San Miguel.

EL PROBLEMA CONVERSO

Los conversos eran entonces una fuente de conflictividad. 

Francisco Garcia Vicario de Marchena dirige una carta al Duque en Enero de ese año donde explica la existencia de un enterramiento de huesos «confesunos», es decir un enterramiento de judeo-conversos en el solar que fue entregado por el Duque para convento de Dominicos.

Recibida del Duque la orden de entregar la huerta a los dominicos el Vicario se queja «porque yendo allí la orden de los Predicadores a quien la Santa Inquisición fue dada lo primero que hicieran fuera desenterrar los huesos confesunos que allí están enterrados y desterrar las hisopadas de agua que viene a echar un sastre en este pago de terreno sobre las sepulturas de sus antepasados. Y pues por no perder el templo y cobranza del huerto y las limosnas, sacerdotes y gentiles y conversos han hecho promesa (…) sobre quitarme la cera».

Por otro lado el problema de los Moriscos era otra fuente de preocupación para el Arzobispo Diego de Deza, que escribe al I Duque de Arcos, Alguacil Mayor de Sevilla contándole el levantamiento de los moriscos de Sevilla en la calle de la Feria en 1521. Antes los vecinos de Marchena no dejaron de sofocar el levantamiento de los musulmanes granadinos en 1499 o la rebelión de las serranías de Ronda y Villaluenga poco después.

El documento que cita la existencia de un enterramiento de judeo-conversos en 1525 en Marchena

EL FUNDADOR: EL I DUQUE DE ARCOS, ALGUACIL MAYOR DE SEVILLA

El fundador era Rodrigo Ponce de León, I duque de Arcos que en 1520 firma un acuerdo con el provincial de la Orden Dominica Fray Domingo de Melgarejo, por el que se obliga a la fábrica y fundación del dicho convento y a dotarlo para mantener 20 frailes, sobre los bienes y posesiones heredadas del clérigo Bartolomé Sánchez Bonilla que dotó al convento con la «exorbitante» cantidad de 808 maravedíes ante Juan Ruiz escribano de Marchena en el año de 1520.

CONFLICTO SUCESORIO Y DE LEGITIMIDAD EN LA CASA DE ARCOS

Dada la ilegitimidad no sólo de su hija Francisca, sino de él mismo el Marqués de Cádiz designa a Rodrigo Ponce de León y Ponce de León su sucesor, hijo de Francisca Ponce de León (hija del marqués y de Luis Ponce de León, señor de Villagarcía y bisnieto del primer conde de Arcos, confirmado por los Reyes Católicos. De esta forma solucionaba el problema de legitimidad.  Luis Ponce de León que reclamaba el mayorazgo recibió en 1494 con el pago por parte de Beatriz Pacheco de cuatro millones de maravedís.

Además Rodrigo tuvo que hacer frente al pago de cuantiosas rentas a su primo Manuel, al que se le otorga el Conde de Bailén tras un costoso pleito de 20 años y 20.000 ducados de oro lo que pudo retrasar la construcción del convento. Beatriz Pacheco muere en 1511 y deja el gobierno en manos de Rodrigo, quien ese mismo año redacta ordenanzas de gobierno de Montepalacio y juramento de fidelidad con los regidores de Carmona.

Bartolomé Bonilla, el clérigo que se arruinó por fundar el convento de Santo Domingo

«Que Luis Cristobal mi hijo y a sus tutores tengan por bien y en todo descarguen mi anima porque así lo hagan con él, sus hijos cuando de esta vida hubiesen de partir» explica el fundador en su testamento.   «Y que de ella se edifique dicho monasterio por el referido Testamento y codilicio hecho en Rota» por el fundador, fallecido en 1530 mandando sepultarse en dicho convento él y sus tres mujeres y «todos sus inéditos sucesores y descendientes».

Rodrigo se casó cuatro veces, la primera con Isabel, hija de Diego López Pacheco, marqués de Villena en 1500. Al morir Isabel en 1521, el duque casó con Juana Girón, hija del conde de Urueña Juan Téllez Girón. También ésta murió pronto, por lo que Rodrigo desposó a su hermana, María Girón de Archidona, madre de Luis Cristóbal. Por cuarta vez se casó con Felipa Enríquez, a la que dejó viuda.

Fray Domingo de Baltanás aconsejó al I Duque de Arcos Rodrigo Ponce de León, quien tenía necesidad de un heredero que no llegaba, hacer un voto a San Pedro Mártir. Si llegaba el hijo que esperaba prometió reconstruir el convento en un mejor sitio y mantener 20 religiosos.

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«Hizo el Señor Duque las oraciones al Santo Mártir y acudió al duque dándole un hijo: Luis Cristóbal Ponce de León segundo duque de Arcos».  El Duque firmó entonces una cédula refrendada por su secretario Hernán Ramírez de Cartagena a Primero de Mayo de 1520.

Los azulejos gemelos de Chipiona y Marchena, unidos por los Ponce de León

El I Duque de Arcos (m. 1530) era aliado de su cuñado Pedro Girón y Velasco en la lucha que este mantuvo por heredar el ducado de Medina Sidonia. Don Rodrigo fue enterrado junto con su esposa María Girón en la iglesia de San Pedro Mártir, en Marchena, en la bóveda situada bajo el altar mayor del templo. Rodrigo era Alguacil Mayor de la ciudad de Sevilla y fundador del convento de la Virgen de la O de Rota. 

El Arzobispo Fray Diego de Deza y Cristóbal Colón

DIEGO DE DEZA AMIGO DE COLON Y LA REINA CATOLICA Y SUS CARTAS AL I DUQUE DE ARCOS

Como Alguacil Mayor de Sevilla Rodrigo mantenía una relación estrecha con el Arzobispo Diego de Deza, uno de los más poderosos de su tiempo, II Inquisidor General de Castilla, tras Torquemada, teólogo dominico amigo y confesor de los Reyes Católicos cuyo escudo está en el banco del altar Mayor de la iglesia de San Juan, bajo cuyo mandato se levantó.

Amigo de Colón, que  defendió en la Universidad de Salamanca la redondez de la tierra y las tesis de Colón de que se podía llegar a América por el Oeste. Se conservan cartas entre el I Duque y Diego de Deza tratando sobre el levantamiento de los Moriscos de la calle Feria en 1521.

En una carta Diego de Deza relataba a Rodrigo Ponce de León, los sucesos del pendón verde de la calle Feria y de la villa de Bailén, que era del Estado de Arcos y el resto de problemas que había en España y Andalucia. 

La Guerra de las Comunidades provocó importantes disturbios en Sevilla. Aunque Rodrigo no participó personalmente, sí lo hizo su hermano Juan de Figueroa, quien se apoderó de los reales Alcázares.

El confesor de Rodrigo, era Domingo de Baltanás, provincial de la orden dominica que terminó sus días inesperadamente recluído en un convento, condenado por la Inquisición, tras haber sido denunciado por tocamientos impuros por más de ochenta monjas, que lo acusaban de pronunciar la frase Christus Vincit Christus Regnat mientras les tocaba el sexo.   

Los pecados de Baltanás, el provincial dominico que fundó el convento de Santo Domingo de Marchena

JUAN ARIAS DE SAAVEDRA, TUTOR DEL II DUQUE

Muerto el Duque fundador, la persona encarga de levantar el convento fue Juan Arias de Saavedra, conde de Castellar, y tutor de Luis Cristóbal mientras fue menor de edad.

«Preocupado -a lo que se deja colegir- de otros negocios se olvidó de la fábrica del convento y del juro de los 230 maravedíes de renta de su dotación clamaba y reclamaba la parte del convento en la persona del Reverendo Padre Fray Domingo de Baltanás, confesor que había sido de Duque de Arcos don Rodrigo».

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En 1535  aún no se habían iniciado las obras por lo que los frailes de la orden Dominica en Marchena decidieron presentar un recurso ante la Reina Isabel de Portugal, emperatriz y esposa de Carlos V.

«Informada su majestad de la justicia de esta parte y de las grandísimas causas que movieron al señor Duque a la fundación del convento de San Pedro Mártir; la reina despachó una cédula real por la cual removiendo todo impedimento, manda que el referido Don Juan Arias de Saavedra gobernador del estado de Arcos prosiga y finalice la construcción del convento de San Pedro Mártir y pague a sus religiosos el juro de 288 maravedíes de renta anual que debía para su subsistencia y manutención de sus religiosos» tal y como expone Fray Manuel de Carrasquilla en su carta de 1743.

 

RODRIGO MUERE CON ESCASEZ ECONOMICA

Rodrigo Ponce de León percibía rentas por valor de 30.000 ducados anuales, pero los continuos pleitos con los miembros de su familia, el gasto de las campañas militares, el elevado coste de la construcción del convento de Santo Domingo y el hecho de que sus bienes estaban sujetos a vínculo de mayorazgo, hizo que tuviera que pedir préstamos y vender gran cantidad de tierras, como La Monclova, o la Isla de León.

Para contrarrestar ésto fomentó la producción de azúcar en Casares, la construcción de salinas en la Isla de León y Rota, y sus explotaciones mineras en Sevilla, Córdoba y Jaén.

Imagen relacionada

JUAN ARIAS DE SAAVEDRA, TUTOR DEL DUQUE II DE ARCOS

Fernando Arias de Saavedra, y Avellaneda Señor de El Viso y Castellar  (Sevilla, c. 1450 – 1496) se casa con Constanza Ponce de León, hermana de Rodrigo Ponce de Leon, Señor de Marchena. Mano derecha de su cuñado en la guerra de banderas tenía la fortaleza de Alcalá de 1471-1474. 

En 1534 Rodrigo Ponce de León, I duque de Arcos, nombra tutor y gobernador de la persona y bienes de su hijo Luis Cristóbal Ponce de León a Juan Arias de Saavedra y Ponce de León (+1544)  primer conde del Castellar (1539), caballero de la orden de Santiago, Alguacil mayor de Sevilla, corregidor de Granada, caballero 24 de Sevilla y alguacil del tribunal de su Inquisición. Por tradición reciben el título de Guardianes del convento de San Francisco de Marchena.

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EN SANTO DOMINGO SE LEIAN PUBLICAMENTE EDICTOS DE FE

Como templo Dominico, Santo Domingo fue sede de la Inquisición, aunque aquí no sucedían muertes, que tenían lugar en Sevilla, tan solo se leían edictos y autos de fé a las puertas del templo.

En las dos primeras décadas de existencia de la Inquisición española (1480-1500) se usó el «edicto de gracia». La diferencia fundamental entre el edicto de gracia y el posterior edicto de fe era que en el primero, tras enumerar una lista de herejías, se hacía un llamamiento a los que creyeran haber incurrido en herejía para que se denunciaran a sí mismos dentro de un «período de gracia», que solía ser de treinta a cuarenta días. Los que así lo hacían eran «reconciliados» con la Iglesia sin sufrir fuertes castigos.

«Después de 1500 los edictos de gracia habían cumplido su propósito y fueron sustituidos normalmente por edictos de fe, que no tenían un período de gracia y que en su lugar invitaban a la denuncia de aquellos que eran culpables de los delitos que aparecían en una larga lista de ofensas».​ «La obligación de denunciar a todos los sospechosos de herejía se extendía a todos los fieles, bajo pena de excomunión».

Familiares de la Inquisición

La Inquisición disponía de la colaboración de los «familiares», que constituían una especie de policía, a menudo fanática, y que disfrutaba de los privilegios de un total anonimato, y la impunidad escapar a la jurisdicción de los demás tribunales. Hacían delaciones y sus nombres no podían ser conocidos.

HERNÁN RAMIREZ DE CARTAGENA 

En 1520 Hernán Ramírez de Cartagena, caballero venticuatro de Sevilla firma como secretario y contador mayor del Duque de Arcos la cédula de fundación del Convento de Santo Domingo, de Marchena. 

En 1523 Hernan Ramirez cobra  del ayuntamiento de Granada  cierta cantidad de dinero como tesorero del Duque de Arcos. En 1535  recibe de García de Arce, paje de Luis Cristóbal Ponce de León, las escrituras de los concejos de la Sierra de Villagarcia, desistiendo de un pleito contra el Duque.

A la muerte de Hernán, Miguel de Neve ejerce como administrador de los bienes de su hijo Fernando Ramírez de Cartagena, contra las justicias de Arcos, Marchena, Rota y Chipiona, para cobrar deudas del duque de Arcos según documento con fecha de 2 de Noviembre de 1630.

«Yo Miguel de Neve como administrador que soy de los bienes de don Fernando y Don Manuel Ramirez de Cartagena, mis cuñados, hijos y herederos de Hernán Ramírez de Cartagena y veinticuatro de esta ciudad y Luisa Fernández Colmenero, difuntos, en el pleito con los bienes del señor de Duque de Arcos» y asi lo reclama en un documento el 11 de Febrero de 1630. En 1631  el Duque de Arcos le debe  a Miguel de Neve tres censos.

El Médico del Chocolate

Bartolomé Marradón, Hermano Mayor del Cristo de San Pedro fue uno de los primeros médicos que viajó a México y Guatemala para estudiar el cacao y el chocolate y escribir libros sobre el tema siendo citado por la mayor parte de tratados europeos sobre el tema y traducido a varios idiomas.

«Diálogo del chocolate. Compuesto por Bartolomé Marradon, médico español de la villa de Marchena, impreso en Sevilla en el año 1618». Asi se llama la obra escrita por Bartolomé Marradón, hermano mayor del Cristo de San Pedro que dice que el chocolate «se estima mucho por ser muy medicinal y muy a propósito de aprender sus virtudes. Yo probé el fruto del cacao y lo he degustado pero para deciros la verdad no me place» escribió el médico marchenero en su «Diálogo del chocolate».

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Cristo de San Pedro

Video: Cuando el Cristo de San Pedro entró en el convento de San Andrés

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La historia de amor entre el Cristo de San Pedro y las monjas de San Andrés escribió una nueva página el año pasado 2023 cuando la hermandad no pudo salir con normalidad por el incendio de un edificio frente a la puerta principal del templo. Las monjas de San Andrés vieron de cerca por primera vez al Cristo dentro de la gilesia de su convento desde 1986.

La letra de la quinta del Cristo «Monjas de San Andrés queridas, vuestro esposo os ha visitado, y os ha dicho con fe viva, que de este claustro sagrado iréis a la eterna vida» fue compuesta en honor al milagro de la visión del Cristo San Pedro que se le aparecío a una monja del convento por encima de las tapias. 

Las monjas de San Anrés recibieron anoche con emoción la visita del Cristo de San Pedro que entró edntro de la misma iglesia conventual, un hito e imagen histórica que tiene sus raíces siglos atras. A pesar de la devoción que tienen al Crsito muchas de ellas nunca habían tenido la ocasión de verlo de cerca y menos dentro de su propio convento. 

Hasta hace cien años aproximadamente, las hermandades solían recorrer en Semana Santa los siete sagrarios, o siete estaciones, ubicados en las parroquias, incluyendo la de Santa Maria y en los conventos de Santa Clara, San Andrés y Santa Isabel  y en ocasiones las mismas imágenes entraban dentro de los conventos, cuando el tamaño de los pasos o andas procesionales lo permitian.   En los cabildos del Domingo de Ramos donde las hermandades solían decidir qué sagrarios visitaban. Cuando el Cristo de San Pedro entraba en la iglesia de Santa María las monjas lo contemplaban desde el coro. 

En el caso del Cristo de San Pedro, era tradicional la visita al convento de San Andrés y entre las letras de las cuartas del Cristo se conservan varias que recuerdan este ancestral encuentro entre el Cristo de San Pedro y las Monjas de San Andrés.

«Monjas de San Andrés queridas, vuestro esposo os ha visitado y os ha dicho que de este claustro, iréis al reino del amado».Esta fue la letra de la cuarta del Cristo que se cantó dentro de la iglesia del convento con el Cristo dentro. 

Esta es la letra de una cuarta del Cristo de San Pedro que cantó en lal noche del Viernes Santo de 2023 un nazareno al paso de la hermandad por el Convento. Las monjas de San Andrés tienen un especial vínculo con la hermandad del Cristo de San Pedro, según la documentación que conservan en su archivo. Relatan supuestos hechos milagrosos del Cristo con las monjas del Convento.

Las monjas de San Andrés han realizado trabajos para la Hermandad, limpieza de manto,  bordado de la saya de la Virgen y Rafael López Fernández, Rector de la Hermandad del Cristo explica en su libro sobre Milagros del Cristo de San Pedro que la cera para los enteirros de las monhas las traían «de siempre» de la Hermandad del Cristo, por la devoción de las monjas a las Imágenes Titulares.

 La madre Isabel María Micaela de San Pablo, profesó a la edad de 22 años, el 4 de marzo de 1714.   «Devota de la imagen del Cristo de San Pedro, nunca miró por una ventana que existe en el coro alto para dar luz al mismo, y que está preparada de forma que se puedan ver las procesiones, sin ser vistas de los seglares las religiosas. 

Un año sintió especial impulso que le impedía salir del coro dónde se encontraba en oración particular. Llevada del mismo marchó al jardín para consolarle oyendo el rumor del personal que acompañaba y el Canto del clero, que por ser la Imagen de Cristo muerto, emplean salmos todo el itinerario.

Arrodillada y encendida en amor a Jesús muerto por ella, El la consoló -como El sabe hacerlo- obrando el prodigio de que lo pudiera ver por encima de la cerca del Convento de siete metros de altura.»

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ACTUALIDAD

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